Luis Joaquín Gómez Jaubert. 6 de febrero.
Alguna cualidad específica debe ser consustancial a la Iglesia católica para despertar la agresividad mediática que no se produce contra otras confesiones u organizaciones religiosas. Alguna cualidad específica descubrieron en Cristo sus contemporáneos para que sus días terminaran en la cruz al contrario de otros “líderes” religiosos.
La Iglesia, siguiendo la estela de Cristo, se ocupa de los enfermos, de los pobres, de los que carecen de posibilidades de acceder a una buena educación, de los niños,… No hay campo, en el servicio al hombre, en que la Iglesia no haya sido pionera a lo largo de toda su historia. También, en nuestros días. Con todos los límites de sus miembros, no hay confesión religiosa con una obra de amor y de caridad de estas dimensiones. Esta actuación en lo horizontal está sustentada en la verticalidad de su relación con Dios. En este orden de cosas, tampoco existe una religión que, siguiendo la predicación de su fundador, esté más preocupada por la salvación eterna de todas las personas. Su realidad misionera no responde a otra razón que el cumplimiento del deseo de Cristo, manifestado en el derramamiento de su sangre, de redención universal aunque algunos se empeñen en llevar caminos de perdición.
Teniendo en cuenta que tanto la dimensión horizontal en el cuidado del ser humano, mientras vive en la tierra, como la dimensión vertical en el ofrecimiento de una vida feliz y eterna son los ejes de la propia existencia de la Iglesia, la pregunta que nos hacemos es que razón subyace en la acritud que se adopta con cualquier noticia sobre la Iglesia y que no se tiene con otras organizaciones religiosas que, en una y en otra dimensión, dejan mucho que desear. La respuesta está en Cristo, en su vida y en su muerte frente a creadores de credos que fundamentan su predicación en falsedades que no responden, muchas veces, ni siquiera al orden de la Creación.
La Iglesia primitiva entendió bien su destino cuando cuarenta y nueve de los primeros cincuenta papas murieron martirizados. En este sentido se han de interpretar los ataques de un lado y del contrario, totalmente injustificados, que se están sucediendo contra Benedicto XVI por el simple hecho de buscar la unidad interna de la Iglesia, previa a cualquier pretensión de unidad con otras confesiones cristianas tan querida, teóricamente, por algunos de los que reaccionan negativamente al pastoreo del rebaño que al Papa le concedió el Espíritu Santo. Que a los muchos habituales, de dentro y de fuera de la sociedad eclesial, en propiciar titulares difamadores contra dicho pastoreo, se haya sumado parte del clero en sus diversos grados jerárquicos no constituye ninguna sorpresa si pensamos en el deseo de agradar al mundo y contemporizar con los poderosos que siempre ha abundado, históricamente hablando, en numerosos personajes de la Iglesia. Que algún teólogo quiera abandonar la institución eclesial sólo nos lleva a la reflexión de pensar en cuántos de la misma calaña permanecen en el interior de la misma sin sentir ni pensar en católico, enseñando en las cátedras y en los púlpitos en contra del magisterio pontificio.
Preocupante es esa colaboración de algunos de dentro de la estructura eclesial, que tal vez no de la Iglesia, colaborando con los que, como cuervos al acecho esperando cuerpos corruptos, sólo van a encontrar uno resucitado y victorioso que reina en una Institución por Él fundada y por Él protegida.