Luis Joaquín Gómez Jaubert. 27 de febrero.
Hasta la manera de celebrar un carnaval depende del contexto social en el que se desarrolla este tipo de fiesta. Así los que hemos contemplado en algunas pocas regiones de nuestra España, muy dadas a estos festejos, distintas épocas en su celebración sabemos de una gran diferencia en sus contenidos, sobretodo en los fronterizos con la moral. En cualquier caso, el examinar cuidadosamente el trasfondo del carnaval, desde sus orígenes paganos, nos lleva a entender que el mismo era una excepción al resto del año. El espacio temporal dedicado a las carnestolendas, en las sociedades católicas, suponían un breve lapso de descontrol antes de la llegada de la Cuaresma. No ocurre así con el actual pues, exceptuando la indumentaria, el proceso carnavalero se extiende a lo largo de toda esta etapa histórica que nos ha tocado vivir. Y no escribo lo escrito porque, despreciada la costumbre secular, el carnaval actual inunde el tiempo cuaresmal, desde su inicio el miércoles de Ceniza, sino porque ninguna de sus características está ausente en la vida diaria de gobernantes y gobernados.
Está claro, eso ha sido así siempre, que para algunas personas los excesos del carnaval son parte de su existir cotidiano. El problema se encuentra cuando algunos de los contravalores de estas fechas carnavalescas se asumen como ingredientes sustanciales de un tipo de sociedad. No hay nada, exceptuando lo accidental festivo, que no podamos afirmar del carnaval y del resto del año a la vez: Los adulterios; el reparto masivo de preservativos; la llamada general al consumo sexual; el hedonismo, en todas sus vertientes, como meta del ser humano; la mentira, el engaño y la hipocresía; la máscara que oculta la realidad de cada persona; la fiesta, entendida como valor supremo, que ocupa cuatro noches a la semana según se observa en gran parte de nuestros jóvenes, y un casi interminable etcétera. No nos quepa la menor duda que detrás de este modo de enfrentarse, inadecuadamente, por parte de nuestra gente a las realidades que han de vivir se encuentra un sistema alentado por sus paniaguados gobiernos que sólo buscan para sus pueblo el “panem et circenses”, como denunciara el poeta romano Juvenal al hacer referencia a las iniciativas de los emperadores de entonces para mantener distraídos a sus gobernados de la bajeza de sus actos como gobernantes. “Nihil novum sub sole”, no hay nada nuevo bajo el sol, como nos recuerda la Sagrada Biblia en frase del libro del Eclesiastés.
Precisamente, ante el desasosiego en el que queda hundida la persona, superficial y frivolizada, en los paréntesis que no responden al espíritu casi continuo del carnaval, se alza la Cuaresma tiempo de algo tan necesario para el hombre como es la reflexión. Tiempo para elevarse hacia Dios en la oración y para recordar quiénes somos y para qué estamos destinados. Tiempo para pedir perdón de nuestros desórdenes y para hacer penitencia. Tiempo para, en definitiva, ser hombres recordando que somos, esencialmente, más que animales aunque en demasiadas ocasiones lo olvidemos. Tiempo para recordar lo que debemos a Cristo en su pasión, muerte, motivo de salvación para los que se abran a su Gracia, y resurrección. Tiempo para prepararnos a la Pascua, verdadera fiesta y modelo para cualquier acto festivo del cristiano y, a la vez, prepararnos para el encuentro definitivo con la Santísima Trinidad.
El hombre carnaval, por muy de moda que esté, sólo es disfraz. El hombre, para ser consciente de quien es, ha de ser hombre de cuaresma. La persona para ser feliz debe asumir el sentido pascual de su existencia. Frente al morir desesperanzado de nuestro mundo neopagano, recordemos las palabras, llenas de esperanza, del Santo Padre Benedicto XVI, en su homilía del pasado Miércoles de Ceniza: “la promesa de Dios es clara: si el pueblo escuchara la invitación a la conversión, Dios hará triunfar su misericordia y sus amigos serán colmados de innumerables favores”.