El mito de Al-Andalus
Ángel David Martín Rubio. 19 de noviembre.
En 1492 los Reyes Católicos conquistaban Granada, último bastión del antaño poderoso dominio islámico sobre la Península Ibérica; y sus sucesores llevarían a cabo la expulsión definitiva de los moriscos, elementos reticentes a cualquier proceso de integración. ¿Qué significado tuvieron estos hechos para la posterior historia de España? Fundamentalmente dos: La Reconquista incorporó definitivamente a España a la vida cultural del Occidente Europeo y la cultura hispano-islámica se convirtió e un recuerdo lejanísimo del pasado español.
No existe una continuidad racial, social, cultural y anímica entre los andalusíes (habitantes de Al-Andalus, también llamados hispano-musulmanes) y los andaluces (habitantes de Andalucía) y no digamos de cualquier otro territorio español. Serafín Fanjul (catedrático de Literatura Árabe de la Universidad Autónoma de Madrid) ponía de relieve –no sin aguda ironía− que debemos preguntarnos «si tiene una lógica mínima que gentes apellidadas López, Martínez ó Gómez, de fenotipo similar a los santanderinos o asturianos y que no conocen más lengua que la española, anden proclamando que su verdadera cultura es la árabe. Si no fuera patético sería chistoso».
Los actuales habitantes de Andalucía y de España no descendemos de los musulmanes de Al-Andalus sino de los repobladores norteños y de distintas procedencias europeas que los sustituyeron. La despoblación de musulmanes es una constante entre los siglos XIII al XVII. Es cierto que algunos monumentos supervivientes o formas artísticas (pensemos en el arte mudéjar) pueden llevar a conclusiones equivocadas pero no confundamos el impacto visual con la realidad. Lo mismo cabría decir de las expresiones lingüísticas o de otras formas culturales
Por cualquiera de los dos capítulos el balance es altamente positivo. Sin la España de los Reinos cristianos y la Reconquista:
«La imagen de esa España enteramente islamizada que triunfaba en mis sueños era cruelísima. Nunca se había descubierto el sepulcro de Santiago, no había surgido la leyenda del Apóstol Caballero, no habían tenido lugar las peregrinaciones a Compostela y la cultura de la Europa cristiana no había pasado el Pirineo. No se habían escrito ni iluminado las maravillas de los llamados Beatos. No se habían construido nuestros templos prerrománicos en tierras cantábricas, ni los de estilo mozárabe al sur de los montes, ni después las iglesias y monasterios románicos y góticos. Nunca se habían alzado las grandes y bellas catedrales de Santiago, Zamora, Salamanca, León, Burgos, Toledo, Barcelona, Sevilla… No se habían escrito el “Poema del Cid”, ni los otros cantares de gesta. No se habían redactado los fueros municipales que garantizaron las libertades de ciudades y villas de los reinos cristianos, ni habían surgido las Cortes, embriones de Parlamentos. Y no podríamos recrearnos leyendo al arcipreste de Hita, a don Juan Manuel, al Canciller Ayala, etcétera» (Claudio Sánchez Albornoz).
Hay que reconocer que en el balance general de lo que ha significado la aportación de lo islámico al progreso cultural de la humanidad, el caso de la España islamizada presenta un balance altamente positivo aunque es dudoso que ello se deba a las propias capacidades de lo importado por los musulmanes; lo cierto es que la cultura española pre-arábiga tenía tal potencia que la presencia islámica apenas pudo eclipsarla y, en buena medida, bebió de sus fuentes. Me refiero a hechos como el empleo en arquitectura del arco de herradura, a la subsistencia de los sistemas de comunicación romanos o a la organización administrativa, a la continuidad de técnicas agrícolas romanas que los invasores adoptaron…
Pero lo cierto es que Al-Andalus no era un paraíso terrenal. Aquel lugar idílico en el que habrían convivido los fieles de las tres culturas (algo que todavía se utiliza como reclamo turístico) es algo sin ningún fundamento en los textos originales escritos por los protagonistas. Al-Andalus fue, antes que nada, un territorio sometido al Islam con las consecuencias que eso suponía: «aplastamiento social y persecuciones intermitentes de cristianos, fugas masivas de éstos hacia el norte (hasta el siglo XII), conversiones colectivas forzadas, deportaciones en masa a Marruecos (ya en tiempos almohades), pogromos antijudíos (v.g., en Granada, 1066), martirio continuado de misioneros cristianos mientras se construían las bellísima salas de la Alambra…» (Serafin Fanjul).
Las tres culturas vivían en un régimen de “getho”, de apartheid real. Eran comunidades yuxtapuestas, no mezcladas con regímenes jurídicos, económicos y de rango social distintos y con periódicas persecuciones muy cruentas como la sufrida por los cristianos en tiempos de Abderramán II o por los judíos en el siglo XII. Al historiador no le corresponde hacer ninguna condena moral por estos hechos que −en una u otra forma− tienen paralelos en todas las sociedades de su contexto pero menos aún debe asumir la tarea de idealizar el pasado al servicio de dos proyectos ideológicos que pueden llegar a darse la mano: la desmembración de España y la expansión actual del Islam.
Por eso se ha calificado de “Mito” la idea-fueza de un Al-Andalus construido a imagen y semejanza de las reivindicaciones de los islamizantes de hoy. Por eso no basta con ofrecer una reconstrucción histórica de lo sucedido de la que ya disponemos pero que no llega a nuestros estudiantes y a nuestros ciudadanos. En la medida que España no vuelva a ser lo que era para nuestros antepasados, una idea-fuerza, un proyecto sugestivo de vida común y eso no se concrete en medidas concretas de naturaleza cultural y política no nos extrañe que se repita la historia y, como ocurrió en la España del 711, la traición y la falta de conciencia de la propia identidad vuelvan a abrir el portillo al invasor.