Manuel Parra Celaya. A menudo, me preguntan amigos y familiares de otras regiones cuál es el «ambiente» que se vive en Cataluña; cuántos catalanes son en realidad separatistas y cuántos no; qué clima de presión o de opresión vivimos a diario dentro de las «fronteras» de nuestra Comunidad...
Me imagino que esperan respuestas exactas, casi de estadísticas de voto, y que imaginan que uno vive en una especie de «territorio comanche», con un policía lingüístico pegado a su sombra por si habla o no el catalán en privado (como José M# Aznar).
Intento ser realista en mis respuestas, pero también ofrecer una imagen de cierta normalidad, toda la normalidad que puede darse, eso sí, en el seno de una sociedad minada por el particularismo, que decía Ortega, y en el que el Poder Central ha hecho tradicionalmente dejación de sus atribuciones por miras electorales.
Ese particularismo y no otro es el mal que aqueja a Cataluña, como igualmente aqueja, en mayor o menor medida, a otras regiones, grupos y sectores españoles, dentro de este invento o artefacto –«maquinaria» le llamaría Miguel de Cervantes– que se dio en denominar Estado de las Autonomías.
Empiezo afirmando que lo que existe es un problema español y, dentro de él, un «problema catalán», que puede adquirir tonos de más o menos virulencia. El problema español al que me refiero no es otro que aquel que fue definido por José Antonio Primo de Rivera con estas palabras:
Se dijera que pesa sobre nuestra Patria la maldición de no llegar a ser una realidad perfilada y establecida, sino un perpetuo proyecto de realidad, siempre en período de borrador inseguro. (FE. 26-4-34)
Efectivamente, existe ese problema español, y lo estamos comprobando a diario cuando se debate públicamente la caducidad de una Constitución, la supervivencia de un proceso de Transición, la revisión en negativo de una Historia, y no la simple oportunidad o eficacia de unas instituciones o de unos gobernantes; y, lo que es más grave, cuando se pone en tela de juicio, aunque sea por métodos «pacíficos» y «democráticos» (que esto sosiega mucho a los espíritus más susceptibles), la unidad nacional, el si queremos o no ser españoles, a modo de chapucero «plebiscito cotidiano», que diría Renan.
Este es uno de los particularismos más graves, ya que afecta al propio ser de España y no a sus contingencias políticas diarias; vamos a denominarlo, de momento, nacionalismo identitario. Negar su existencia y su peligrosidad es una necedad, como también lo sería negar la existencia del «problema catalán» dentro del grave y profundo problema español.
Algunos, para quitarle importancia, lo reputan de artificioso, de mero juego político, y, para ello, llegan a negar la singularidad de Cataluña; ello no es nuevo, pero ya sabemos que los españoles parecemos condenados a tropezar siempre con las mismas piedras, quizás porque nos han hurtado el conocimiento de nuestra propia historia. Acudamos a otra cita joseantoniana:
Yo no conozco manera más candorosa y aun más estúpida de ocultar la cabeza debajo del ala que la de sostener, como hay quienes lo sostienen, que ni Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni tiene nada. Si esto fuera así, naturalmente, no habría problema de Cataluña, y no tendríamos que molestarnos ni en estudiarlo ni en resolverlo [...].
Cataluña existe con toda su individualidad, y muchas regiones de España existen con su individualidad [...], porque si nos obstinamos en negar que Cataluña y otras regiones tienen características propias es porque tácitamente reconocemos que en esas características se justifica la nacionalidad, y entonces tendremos el pleito perdido si se demuestra, como es evidentemente demostrable, que muchos pueblos de España tienen esas características. (Discurso en el Parlamento. 30-11-34)
Estas palabras fueron pronunciadas en el Parlamento de la II República y, al parecer, poco ha cambiado entre los españoles la apreciación de Cataluña, porque algunos –los separadores– siguen negando que esas características propias existan, y otros –los separatistas– siguen afirmando que justifican el «principio de las nacionalidades» aplicado a una Cataluña irredenta.
Luego hay quienes, aun reconociendo estas características propias, las utilizan de forma beligerante y ofensiva, con los viejos tópicos de un «nacionalismo españolista» rancio y decimonónico, que quieren oponer al nacionalismo catalanista, no menos rancio. Más tarde trataré más ampliamente esta postura, pero no quiero adelantar acontecimientos.
Con el fin de estructurar mis palabras, voy a organizarlas en tres, llamémosles, «trancos», a la manera clásica: un plano sociológico o el de la Cataluña real; un plano político o el de la Cataluña oficial, y un plano ideológico, donde analizaremos las causas profundas y, acaso, las vías de solución.
Tranco 1º: la Cataluña real
Suelo responder festivamente a quienes me preguntan cómo son los catalanes diciendo que son como los naturales de Villagarcía de Arosa o de La Puebla de Montalbán, por decir algo. Son gentes con fama de trabajadores y esforzados... pero también los hay vagos o pícaros, como en todos los sitios y más en esta España de nuestros pecados; que se ilusionan con su familia... o que tienen sus aventuras extramatrimoniales, como se suele decir, también como en todos los sitios; que los hay profundamente religiosos hasta en sus blasfemias de antiguos arrieros... pero que también los hay ateos, agnósticos o indiferentes (que es peor). Es decir, que son personas normales, con las virtudes o con los defectos de cualquier otro, no digo español, sino europeo o, en general, ser humano.
Pero, si buscamos una singularidad, habrá que llegar al acuerdo de que suele ser esta: se sienten «primaria y directamente catalanes», no se consideran una «variedad» más, dentro de los españoles.
Esta característica merece ser aclarada y ya fue detectada, en primer lugar, por el propio José Antonio, cuando nos dice (28-2-34) que Cataluña es un pueblo impregnado de un sedimento poético, no sólo en sus manifestaciones típicamente artísticas, como son las canciones antiguas y como es la liturgia de las sardanas, sino aun en la vida burguesa más vulgar, hasta en la vida hereditaria de esas familias barcelonesas que transmiten de padres a hijos las pequeñas tiendas de las calles antiguas en los alrededores de la Plaza Real; no sólo viven con un sentido poético esas familias, sino que lo perciben conscientemente y van perpetuando una tradición de poesía gremial, familiar, burguesa, maravillosamente fina.
También lo detectó Julián Marías, en un delicioso librillo titulado Consideración de Cataluña (1968) y lo volvió a mencionar en un artículo de La Vanguárdia en 1985, «La casa catalana», del que no me resisto a copiar unos párrafos:
Los catalanes se sienten radicalmente instalados en el ámbito de Cataluña, necesitan gozar de ella, sentirla segura, no puesta en cuestión [...]. Mientras no se vea el carácter familiar y doméstico de la vida catalana no se entenderá una palabra de Cataluña, y menos que nada de sus problemas «políticos» y he escrito entre comillas esta Palabra porque precisamente creo que los problemas de Cataluña son mínimamente políticos. La politización les sobreviene de interpretaciones exteriores, que acaban por ser adoptadas y que desfiguran el sentido más profundo de ciertas modalidades de la vida catalana.
Por ello, sigue Marías, no se sienten «españoles de la variedad catalana» sino primaria y directamente catalanes, pero esto no quiere decir que sean menos españoles, sino de otra manera: no pueden llegar a España sino a través de Cataluña [...], desde dentro de su casa.
(Yo lo interpreto en clave de «tenora», de instrumento familiar de esa «liturgia de la sardana», equivalente a la gaita del famoso texto joseantoniano. Cuando suena la tenora, los círculos de la danza familiar se forman con las manos entrelazadas; sus notas hacen que los pies lleven el mismo paso y sigan el mismo ritmo; los sardanistas bailan serios, como en un rito ancestral y religioso; la tenora está en sus mentes –para contar– y en sus corazones –para sentir–).
Para Julián Marías, «la suspicacia catalana viene de su carácter doméstico: como Cataluña es su casa temen toda “intrusión” que perturbe su intimidad».
El mencionado artículo de La Vanguardia era una respuesta a unas declaraciones de Jordi Pujol (como siempre, entre dos aguas, ofreciendo y amagando amenazas), y terminaba denunciando el peligro: no es malo «estar en casa», lo grave es «encerrarse en ella». Y esto es lo que está ocurriendo en Cataluña en la actualidad, por acción, entre otros, del mismo Jordi Pujol.
Marías afirmaba que Cataluña debía sentirse «cómoda» dentro de sí misma, pero a la vez «llamada al conjunto de España, con una misión importante». Terminaba advirtiendo que no se debe confundir «la afirmación de la personalidad con el enquistamiento».
Si pasamos a la actualidad, yo creo que el arquetipo de catalán medio sigue siendo como el que nos presentaban José Antonio y Julián Marías. Pero ha llovido mucho desde 1985, desde 1968 y no digamos desde 1934. Por ejemplo, quedan pocas tiendecitas artesanales y familiares en los alrededores de la Plaza Real, y bien que lo siento...
A ese arquetipo poético, tradicional, hay que sumarle otros varios: por ejemplo, el de los que llamó Carandel «els altres catalans» y el de los que hoy se llaman –en expresión algo cursi– «els nouvinguts» («los otros catalanes» y los «recién llegados», respectivamente). Los primeros son los procedentes de otras regiones españolas que se sumaron a la sociedad catalana en los años 50 y 60; los segundos, los que en estos últimos años han integrado las masas migratorias procedentes de todos los puntos del orbe.
Ya podéis comprender que es imposible ahora resumir estos nuevos arquetipos en su inmensa variedad, pero me voy a atrever a trazar unas pocas pinceladas de estos catalanes de nuevo cuño, especialmente en lo que se refiere a su vinculación al tejido social tradicional.
Con respecto a los primeros, los llegados a Cataluña en los años del desarrollismo, en algunos casos, desbordan de un sentimiento catalán, dicho sea sin ironía, y, en algunos casos, catalanista, sobre todo en la segunda generación: hablan en catalán, algunos han catalanizado sus nombres y tienden, en público, a olvidar sus raíces. No es extraño, incluso, que este «fervor» llegue a nutrir de Pérez, García o Rodríguez las filas de los radicalismos.
Quizás exagero, pero, si no por acción sí por omisión, estos ciudadanos procedentes de otras regiones son escasamente proclives a defender planteamientos unitarios españoles; de ahí, el escaso impacto social de las entidades nacidas para la defensa del idioma español o, sencillamente, las Casas Regionales, muchas de las cuales están más atentas a la subvención que a la afirmación de sus orígenes. Son votantes del PSC, de Iniciativa, de CiU, de Esquerra, en potencia o en acto.
En cuanto a los «nouvinguts» parecen un hueso más duro de roer, pero todo se andará,... Cada vez más, por ejemplo, son más los alumnos hispanoamericanos que se me dirigen –a.mí, profesor de Castellano– en catalán, porque están convencidos de que es su obligación.
Tenemos una sociedad variopinta, muy manipulada, como veremos, desde los resortes de poner del nacionalismo, es decir, desde los nuevos caciques de la II Restauración...
Es decir, que el impacto de la propaganda nacionalista es muy fuerte en todos los ámbitos de la sociedad catalana y pretende llegar, incluso, a la vida familiar. No sabría decir si lo consigue plenamente o no, pero sí en la apariencia. Por ejemplo, suele darse el caso de conversaciones particulares (en un bar, en una sala de profesores... en castellano, que pasan rápidamente al catalán cuando adquieren una dimensión más «pública», como si existiera un «idioma oficial único el que es más o menos obligatorio expresarse y otro «privado». Históricamente, se han invertido los términos de lo que pudo ocurrir en los primeros tiempos de la posguerra, como la famosa anécdota del párroco de pueblo en su homilía, que nos cuenta José Mª Fontana...
Lo que no parece haber cambiado es la situación que el mismo Fontana –en un libro olvidado: Abel en tierra de Caín– nos dice sobre los catalanes y sobre los españoles en general:
En este país son muchos, quizás mayoría, los que sólo sienten el patriotismo local de la aldea nativa y con mayor vaguedad el de la empresa común nacional. Y otros, discrepantes frente al Estado, derivan hacia el nacionalismo regional que expresan como excluyente, xenófobo y hasta negativo de la hispanidad.
Esta «vaguedad» se puso de manifiesto, en Cataluña y en todas las regiones españolas, con ocasión de la victoria de la Selección Nacional en el Mundial de fútbol, pero eso de enardecerse en un encuentro deportivo no deja de ser un sucedáneo del patriotismo. En las calles de Barcelona se vivió la ocasión con entusiasmo y proliferación de banderas rojigualdas, pero escasamente acompañadas de cuatribarradas, como si aquello fuera «otra cosa», y, en algunos casos, con aires de oposición entre quienes las enarbolaban y los «otros».
Y esto ha sido otra de las aberraciones de nuestra sociedad: presentar el valor de lo nacional y el de lo local como si fueran antitéticos, cuando son complementarios, y, de acuerdo con la nota característica que Julián Marías señala en los catalanes, el uno como camino hacia el otro: sentir España desde Cataluña y al modo catalán.
José Mª Fontana lo hace notar: Lo acuñado oficialmente como representativo de lo español, tanto en su versión castellanista (mística, quijote y conquistador) como en la andalucista (gitanos, toreo, flamenco) es una creación falsificada por el romanticismo y de un atroz parcialismo.
Por el contrario, ninguna región española como Cataluña puede exhibir –en sus paisajes, en sus culturas, en sus economías, en sus valores raciales– una síntesis tan completa y armónica como la de la ancestral «Marca Hispánica», denominación perfectamente representativa, corroborante y nada caprichosa.
Si resumimos todo lo dicho en este «tranco», llegaremos a la conclusión de que el pueblo de Cataluña –incluidos «els altres catalans» y los «neovinguts»– siente profundamente su singularidad, estima, como valor inmediato, sentirse «en su casa», pero es susceptible, como se ha probado en numerosas ocasiones históricas, de sentirse llamado una empresa común llamada España; es, pues, susceptible de sentir el patriotismo de la «patria chica» como vía hacia el de la «patria grande».
Los obstáculos para ello no son de naturaleza sociológica, sino política. Es el mundillo político el que enrarece esta «singularidad» y pretende transformarla en movimiento de exclusión, de alejamiento. Para ello, cuenta en ocasiones con la colaboración estúpida de quienes son incapaces de entender lo catalán y, por ende, lo español en toda su rica variedad y riqueza.
Tranco 2º: la Cataluña política
Hablemos ahora de la tentación y de la evidencia del sentimiento separatista. Y deseo, en primer lugar, que nos entendamos con las palabras: no caigamos en esas trampas lingüísticas tan típicas de las maniobras de deconstrucción de los conceptos. Se trata de separatismo o secesionismo, y no de «independentismo», como gozan decir los politólogos de aquí y de allí. Las connotaciones positivas que adquiere en el diccionario la palabra «independencia», equivalente al afán de libertad en lo colectivo, pretenden ser asumidas por quienes desean conscientemente la pura y simple separacñón, secesión o segregación de un trozo de España.
Quizás es más matizable la distancia entre las definiciones de «catalanismo», «nacionalismo» y «separatismo», por más que esa terminación en «ismo» ya es sospechosa por sí misma (como la de «españolismo»). Yo prefiero invocar la «españolidad» y la «catalanidad», que son más concluyentes en cuanto a conceptos de naturaleza racional e intelectual, no sentimental o romántica...
Pero, hoy en día, las fronteras entre las tres definiciones están borrosas y son fácilmente permeables, según el grado y la ocasión política; en realidad, todo nacionalista que se defina así puede encerrar a un separatista. Se hace evidente en la glosa orsiana:
Todo nacionalismo es separatismo: la extensión no importa.
Lo que ocurre es que, para la mayoría, la definición de «nacionalista» no queda muy delimitada; uno de los motivos es la indefinición intencionada del art. 24 de la Constitución; otro, la herencia liberal decimonónica; muchos supuestos patriotas españoles –de esos, especialmente que sólo se enardecen con un partido de fútbol– se definen como nacionalistas, y, como hemos dicho, oponer un sentimiento a otro, en este caso un nacionalismo a otro, es una tontería y conduce a la victoria de quienes se apegan a un concepto de nación mucho más cercano y familiar. Ya llegaremos a ello...
Estaremos, de momento, de acuerdo en que el nacionalismo está en boga. En parte, provocado por el miedo a la Aldea Global, como modo de refugio en lo nativo, en la figura psicoanalítica de la «madre protectora», frente a los riesgos de lo foráneo, de la aventura, de lo desconocido.
Pero ese nacionalismo que llamaríamos instintivo ha sido promocionado irresponsablemente –o acaso intencionalmente– por el Estado de las Autonomías.
Desde una perspectiva externa a Cataluña, esto ha sido así por la acción u omisión de los diferentes gobiernos de la democracia y ya empezó con la mencionada redacción polémica del art. 24. Desde una perspectiva interna catalana, se ha vuelto a comprobar que es «la especulación de la alta burguesía capitalista con la sentimentalidad de un pueblo» (José Antonio). Sólo que, en esta ocasión histórica, esta especulación ha sido ejercida por todos los que aspiraban a encumbrarse en el juego electoral, desde la derecha y desde la izquierda, en todos los ámbitos políticos, incluyendo una izquierda extraparlamentaria representada en los «antisistema»; hasta el anarquismo, tradicionalmente internacionalista, juega sus cartas marcadas con la estrella solitaria de la independencia.
Desde los gobiernos de España, como he dicho, se ha exacerbado el nacionalismo, con políticas que han oscilado entre las torpes concesiones (recordemos el caso Vidal-Quadras) y las incitaciones demagógicas (Zapatero). En el mejor de los casos, se ha procurado «no incomodar» a un posible y valioso aliado electoral, permitiendo desafueros como la constitución de los «ayuntamientos por la independencia» o los referéndum callejeros, sobre los que tanto se ha frivolizado, como si hubieran sido cosa de poca importancia.
Personalmente, no le doy tanto valor al hecho de que fuera escaso el número de votantes en comparación con la población convocada o a los torpes chanchullos que los acompañaron como al hecho de que se hicieran con el beneplácito o la complicidad (en el mejor de los casos, con el silencio) de los de aquí y los de allá. Y de que hubiera catalanes, pocos o muchos, que se acercaran a depositar su voto en una urna.
¿Significa eso que, de haber sido mayoritaria la asistencia y la aprobación de la separación, hubiera sido aceptada, siquiera moralmente, por Cataluña y por el resto de España? Y es que el problema no es sólo que haya catalanes a favor de la separación, sino que va aumentando el número de españoles de cualquier lugar que están dispuestos a aceptarla... siempre que fuera «por medios pacíficos y democráticos». ¡Como si la ruptura de la unidad de España dependiera de una serie de trámites legales!
Ahí está la monstruosidad principal: se nos ha querido «educar» en la posibilidad de que una región española se segregue del conjunto, sin que nadie medite y exprese que eso es una aberración, ya no jurídico tan solo, sino histórica y moral. Entretanto, recordemos que Carod-Rovira fue aplaudido en las Universidades de Madrid y de Sevilla. Es todo el pueblo español el que ha endurecido su corazón y obnubilado su mente para poner en tela de juicio el ser de España. !Por algo decía al principio que existía un «problema español»!
Por esa acción de naturaleza política, la «tenora» ha cambiado su sonido, haciéndose más sensual (es decir, más seductora) y más desafinada, al convertirse en instrumento de desunión en manos de los nacionalistas. No es la «tenora» de Josep Pla, de Dalí o de Eugenio d'Ors, campesina o intelectual, culta o plebeya, sino la marca de esos «genios de la dispersión» que se esconden bajo los hongos de la aldea.
En 1968 decía Fontana que el separatismo era una «evasión psiquiátrica» a modo de «anécdota del celtiberismo tan fervoroso como esquizoide». Hoy en día podríamos decir que sigue siendo un síntoma de esquizofrenia, que sigue perteneciendo al acervo del celtiberismo, máxime cuando el sistema autonómico ha levantado la veda de los particularismos regionales, pero no es, ni mucho menos, una anécdota.
Por el contrario, en la actualidad podemos hablar de un amplio frente nacionalista, amo y señor de las instituciones políticas, culturales, deportivas y religiosas, e imbricado, por tanto, en un tupido tejido social. Este «frente» crea y difunde la mentalidad separatista o, por lo menos, nacionalista; su radio de acción abarca desde el catalán oriundo o tradicional, hasta el «altre catalán» que llegó en los años 60 y el senegalés o zambiano recién llegado. El frente nacionalista considera que fuera de él todo es «llanto y crujir de dientes»...
Su instrumento principal es la lengua y su arma la política de subvenciones. Sus aliados son la cobardía política del poder central y la cobardía social, eso que los antiguos catecismos denominaban «respeto ajeno», o el miedo al «qué dirán».
Conviene detenerse en el aspecto lingüístico por su importancia. Particularmente, una de las cosas que más me duelen es la instrumentalización del catalán, idioma español, del que decía Julián Marías
El catalán es la lengua de Cataluña;
el castellano es una lengua de Cataluña.
El catalán es una lengua de España;
el castellano es la lengua de España.
Con este sencillo juego de artículos determinados e indeterminados, nuestro filósofo resolvía sencillamente lo que para muchos es causa de escándalo: los que no entienden a Cataluña porque para ellos es una «afrenta» que se hable catalán (como el cretino que imponía en la inmediata posguerra los carteles de «Español, habla la lengua del Imperio» o el jefe militar –no menos cretino– que ordenó quemar toda la propaganda falangista en catalán que Ridruejo había preparado para la liberación de Barcelona); los que tergiversan a Cataluña porque utilizan el catalán como ariete de disgregación.
Para estos últimos, el idioma es un sucedáneo de lo racial. Como dijo Juan Ramón Lodares (Lengua y patria. 2002):
El integrismo lingüístico se presenta como un eficaz elemento nacionalizador, basándose en la idea de que la comunidad de lengua es trasunto de la, comunidad racial y de la comunidad de ideas, creencias y sentimientos.
(Ya veremos en el «tranco» siguiente cómo se derivó a esta idea desde el pseudocientifismo darwiniano y racista del siglo XIX y principios del XX).
Hemos hablado de la política de subvenciones como arma de catalanización, y a ello se han dedicado entusiásticamente los diferentes gobiernos de la Generalidad, sea el tripartito caído en desgracia como el actual de CiU (con quien el PP, por cierto, está deseando llegar a acuerdos).
Esta política forma parte del despilfarro oficial para promocionar el nacionalismo identitario como Ideología única de Cataluña; en estos momentos están recortando drásticamente las partidas de Educación y Sanidad, pero son intocables, por ejemplo, las destinadas al tema lingüístico o a las «embajadas catalanas», a las que se calcula que se dedican 32,8 millones de euros al año (ABC, 4 de diciembre de 2011).
Ahora, el caballo de batalla es el «pacto fiscal». Según un reciente sondeo del Centro de Estudios de Opinión (ABC, 23 de diciembre de 2011), sólo un 2,2 % de catalanes están preocupados por este tema y el sistema de financiación. Claro que yo no soy muy partidario de hacer caso de las estadísticas, pero, en este estudio mencionado, el 41% de los encuestados se considera «tan catalán como español», el 24% más catalán que español y el 9% más español que catalán (Esta encuesta la conozco directamente, porque recibí en mi domicilio la visita del entrevistador y le manifesté claramente mi opinión al respecto del nacionalismo, con cierto asombro cortés por su parte).
En general, el catalán oriundo o tradicional está empezando a «pasar» de las políticas la Generalidad (un 49% desaprueba la acción de esta Institución). Este catalán, por otra parte, está acostumbrado, por generaciones, a emplear indistintamente el catalán y el castellano como lenguas de comunicación, haciendo uso de la lógica natural del sesquilingüismo, es decir, utilizar dos lenguas pero, preferentemente, aquella en la que se expresa mejor por tradición familiar y educación. La sociedad catalana es bilingüe y el individuo, sesquilingüista; y ello a pesar de las leyes de «inmersión», las multas a los comerciantes y demás formas de presión. Claro que, en contraposición, se sigue votando a CiU mayoritariamente (y yo tengo la sospecha de que del mismo modo en que antes se vitoreaba a Franco en sus visitas a Cataluña o se era «afiliado» del Movimiento).
La política lingüística como instrumento «nacionalizador» constituye, para cualquier observador imparcial, una forma de intromisión en la vida privada, y se asimila fácilmente a una forma de totalitarismo de guante blanco...
El «frente nacionalista», omnipresente y casi omnipotente, sólo cuenta políticamente con una oposición, débil pero valiente: la de «Ciutadans», UPD y otras organizaciones que han surgido en defensa del castellano o de los derechos individuales; es decir, desde una óptica casi exclusivamente liberal. Ya es algo, pero yo también confío en una oposición no política, desde la pura inercia natural de las cosas: la del ciudadano normal y corriente, que parece, como he dicho, estar algo de vuelta de los señuelos nacionalistas. Si esto es producto de la crisis, ¡bendita sea la crisis!
Exageraciones sobre la crisis aparte, se ha dicho tradicionalmente que una virtud catalana es el «seny»; confiemos en que lo siga siendo... Otras soluciones pertenecen, no tanto al campo de la política inmediata, como al de la metapolítica, al de los fundamentos ideológicos sobre los que sustentar posiciones de superación del nacionalismo.
Y en esto se basa la última parte de esta charla que, pacientemente, estáis escuchando esta noche...
Tranco 3º: Algo de historia y bastante de ideas
El nacionalismo como tal es un fenómeno relativamente reciente. Nace concretamente en el siglo XIX, de la mano de la ideología romántica que sacude a toda Europa y que provoca, por una parte, aspiraciones unitarias en Alemania e Italia y secesionistas en los Estados ya consolidados históricamente.
Las justificaciones historicistas de los separatistas no pueden ir más lejos y por ello suelen hacer incursiones en el campo de la mitología y la leyenda. Con tres ejemplos bastará...
Quienes defienden, incluso desde los libros de texto escolares, la existencia de una «nacionalidad» catalana en la Edad Media, suelen obviar la naturaleza y el mismo nombre de las «Marcas Hispánicas» (en las que nada tuvo que ver la bonita tradición de los dedos ensangrentados sobre el escudo de Guifred el Pilós) y, un poco más adelante, los hechos e ideas del «rei en Jaume» (Jaime I), qúe afirmaba lo siguiente para justificar la entrega de la conquista de Murcia a Alfonso X de Castilla:
La primera cosa per Déu; la segona, per salvar Espanya; la terça, que nós e vós hajam tan bon preu, tan gran nom, que per nós e per vós sia salvada Espanya. E fa que devem a Déu, pus aquells de Catalunya, que és lo mellor regne de Espanya, el pus honrat e'1 pus noble.
Otro ejemplo es el de quienes se empecinan en ver un antecedente separatista en la rebelión de «els segadors», en el Corpus de Sangre de 1640, contra la política del Conde-Duque de Olivares y de Felipe IV y, sobre todo, los abusos de sus tropas, cuando lo mismo ocurrió en Portugal, en Aragón (con el Duque de Híjar), en Andalucía (con el Duque de Medinasidonia), en Sicilia y en Nápoles, como síntomas de la tendencia centrífuga de un Imperio mal administrado y peor regido.
La guinda es la pretensión de convertir en líder separatista a Rafael de Casanovas, cuando se trataba de una guerra civil española de trasfondo dinástico y carácter europeo; las celebraciones de la llamada «Diada Nacional de Catalunya» silencian, entre otras cosas, el pregón que se dio en Barcelona a las tres de la tarde del 11 de septiembre de 1714, que decía textualmente:
...Tots como verdaders fills de la patria, amants de la llibertat, acudirán als llochs senyalats, á fin de derranar gloriosament sa sanch y vida, per son Rey, per son honor, per la patria y per la llibertat de tota Espanya.
A finales del siglo XVIII, en el Diario de Barcelona, se divulgan las primeras ideas del Romanticismo «mejor prerromanticismo» que nos llegan de más allá de los Pirineos, y se escriben en español, al igual que los textos de los miembros de la llamada «escuela romántica espiritualista, de la revista El Europeo. Se suele decir que la «Oda a la Patria» de Buenaventura Carles Aribau es el nacimiento de la «Renaixansa» y del nacionalismo catalán moderno, pero se silencia que Aribau, junto con otro catalán, Manuel de Rivadeneyra, crea la Biblioteca de Autores Castellanos, compuesta de 70 volúmenes escritos en el mejor español.
A partir de la mitad del XIX, el catalán, como lengua poética, va ganando audiencia entre la burguesía. Los Juegos Florales de 1859 llevan como lema «Patria, fe y amor» y en los de 1877 Jacinto Verdaguer gana con su poema «L'Atlántida», que constituye la verdadera reconciliación con la tradición literaria en catalán desde el siglo XVI.
El catalanismo de este momento es lírico, tradicional, popular y eminentemente religioso, sin apenas derivaciones de carácter político. Habrá que llegar a los finales del XIX y principios del XX para que derive en nacionalismo, y aun separatismo, con especulaciones que giran en torno a lo racial, valorando una «raza aria» catalana frente a una «semita» castellana; es el momento de Valentí Almirall, Pompeyo Gener, Pere Mártir Rosell y mosén Griera. En paralelismo claro, Sabino Arana, frustrado por la derrota carlista, lanza sus delirantes teorías sobre la raza vasca y, de forma más sosegada, Manuel Murguía aventura el parentesco céltico de los gallegos. Todo ello en coincidencia clara con el darwinismo europeo, el racismo francés y, sobre todo, la crisis finisecular de España.
Pero también hay que dejar constancia de que, salvando las veleidades racistas, el catalanismo de la época se debate entre el apartamiento de la crisis del tronco común español y la colaboración en el plano del regeneracionismo; la correspondencia entre Maragall y Unamuno es muy sintomática. El propio Maragall en un artículo titulado «La Patria Nueva» (11 noviembre 1902) decía cosas como las siguientes:
El catalanismo para ser españolismo ha de ser heroico, y su primera heroicidad ha de ser la mayor: vencerse a sí mismo. Vencer el impulso de apartamiento en que nació; vencer sus rencores y sus impaciencias y vencer un hermoso ensueño.
Porque Maragall y gran parte de aquella generación de viejos y jóvenes catalanistas, entre ellos Eugenio d'Ors, habían caído en el hermoso «ensueño» de la «nación» romántica, de la patria chica elevada a categoría política, y ahora empezaban a despertar de él para enfrentarse a la España caduca de la I Restauración y esbozaban, con Unamuno y otros noventayochistas otro ensueño: el de la «regeneración» y el reencuentro con una visión más amplia y universal, no estrictamente romántica.
Y ya nos hemos adentrado en el plano ideológico.
Empecemos por afirmar rotundamente que, si se pretende resolver el «problema español» y, dentro de él, el «problema catalán», o el vasco, el gallego, el castellano... habrá que hacerlo desde ópticas que no recaigan en un «nacionalismo español».
El primer motivo viene dado por la propia naturaleza romántica de todo nacionalismo; romántica, esto es, esencialmente sentimental, anclada en los pantanosos terrenos del «pathos», ya que
sentimiento por sentimiento, el más simple puede en todo caso más. Descender con el patriotismo unitario al terreno de lo afectivo es prestarse a llevar las de perder, porque el tirón de la tierra, perceptible con una sensibilidad casi vegetal, es más intenso cuanto más próximo (José Antonio, abril de 1934).
El segundo motivo es que la raíz de España es previa, con mucho, a la teoría de las nacionalidades decimonónica. José Antonio alude al «patriotismo clásico» y pone como ejemplo el inglés; lanza una aseveración que creo que ha sido poco comentada por poco entendida:
La palabra España, que es por sí misma enunciado de una empresa, siempre tendrá mucho más sentido que la frase «nación española».
Decía que esta afirmación estaba poco estudiada y entendida, pero, hace un par de meses, tuve la agradable sorpresa de que el novelista y ensayista Juan Manuel de Prada, cuyo nivel de aproximación a lo joseantoniano desconozco, «descubría» idénticas ideas para la España actual (El Semanal. 16 octubre 2011):
El término nación define algo que es, algo que posee una existencia, una realidad histórica cierta, superior a nuestra voluntad [...] La noción del diccionario («Colectividad humana asentada sobre un territorio definido y una autoridad soberana que emana de sus miembros, constituyendo por tanto un Estado») nos obligaría a aceptar que la nación española sólo existe desde principios del siglo XIX; es la definición liberal, de tipo contractualista, en la que la nación se constituye mediante un acto de soberanía. Frente a esta definición de corte liberal, existiría otra de corte tradicional, que descubre en la nación un proceso histórico, un hermanamiento de pueblos que, con sus rasgos particulares, comparten sin embargo un proyecto común [...). Según este concepto habría existido en la Edad Media una nación española, aunque no existiera todavía un Estado común; y, a partir de la unificación de los reinos españoles durante el reinado de los Reyes Católicos, habría existido un Estado-nación.
España preexistía antes de poseer un Estado Moderno y mucho antes de autotitularse «nación» en la Constitución de 1812. Y su «acta de nacimiento», a la manera de una fundación y no de un contrato, fue su vocación de unir pueblos, lenguas, razas y culturas en una vocación común, a la que –desposeyéndola de su carga peyorativa moderna– se ha llamado «imperio».
Otro de los modernos autores –no joseantonianos que yo sepa– ha encontrado en sus novelas esa clave unitaria vocacional de España, antes de llamarse «nación española». Me refiero a Arturo Pérez-Reverte y su Capitán Alatriste, cuyos compañeros de lucha y de infortunio son siempre un aragonés, un catalán, un vasco, un portugués...
España no puede justificarse en suerte alguna de nacionalismo romántico ni liberal. Sí en un proyecto universalista unitario, abierto y nunca excluyente. Y este proyecto viene simbolizado, ya lo sabéis, por la lira, el instrumento armonioso cuyas notas encierran toda la melodía de los números precisos y exactos, como el endecasílabo, que dejó de ser latino e italiano para convertirse en europeo.
Cataluña, y todas las comunidades o regiones españolas, deben sentirse llamadas por los sonidos armoniosos de la lira, que no apagan el sonido de la tenora sino que la subliman. El proyecto que representa la lira variará con los momentos y exigencias históricas, pues cada una exigirá una misión, una tarea, en concreto, pero siempre con la condición de que cada tarea histórica sea acorde con la raíz fundacional de España, que yo creo que consiste, fundamentalmente, en lograr la armonización del ser humano con su entorno, con los otros seres humanos, partiendo de los valores esenciales de la persona: su dignidad, su libertad, su integridad; es decir, la clave cristiana elevada a categoría universal, a «ética universal», que es lo que están buscando todos los pensadores del mundo, desde Ratzinger hasta Habermas, pasando por nuestro José Antonio Marina.
Si la tarea de cada momento es acorde con esta raíz permanente, existirá una consonancia con el proyecto común –que es «destino», factor pasivo, si queremos, pero que también es «misión», factor activo–, y entonces los nacionalismos, todos ellos, pierden valor, pasan a un plano distinto, en el que sus propias esencias no deben de ser ahogadas, según el sabio consejo de otro catalán:
Ni secar fuentes ni dejarse arrastrar por los torrentes (Eugenio d'Ors).
Del mismo modo, es el sonido de la lira el que, algún día, podrá integrar a todos los pueblos de Europa en una suerte de «supranación», que tampoco deberá basarse en un «nacionalismo europeo» ni en un simple contractualismo, si es que quiere ser fértil y duradera. Será un «destino» y una «misión» más amplias, para cumplir entre los otros pueblos del mundo, en una línea, igualmente cristiana, de integración de los seres humanos, para contribuir a la «armonía de la Creacíón».
Conclusiones
Al igual que decía José Antonio el 28 de febrero de 1934 en las Cortes republicanas, hoy en día existe en Cataluña «un separatismo rencoroso de muy difícil solución»; del mismo modo, existen en muchas regiones españolas sentimientos particularistas, más o menos graves, pero también de difícil solución, porque existe en el alma de todos y cada uno de los españoles un particularismo difícil de resolver.
Yo no sé si esta crisis del Sistema Capitalista y Democrático occidental va a ser providencial para hacer frente al particularismo. No sé siquiera si España, con un nuevo gobierno, y toda Europa van a hacer frente y reaccionar ante la caída de todos los palos del sombrajo...
Puede ser una ocasión histórica en clave de regeneración, de transformación de mentalidades y estructuras, para despertar de ese ensueño dorado en que han florecido todos los particularismos, todos los egoísmos, personales y colectivos.
Entretanto, nuestra actitud, la de quienes estamos sentados en torno a esta mesa, y la de quienes –quizás desde diferentes posiciones de partida y perspectivas– piensan diariamente en un futuro mejor, debe ser hacer ostentación y ejercicio, en hechos y palabras, de comprensión y de firmeza ante todos y cada uno de los pueblos que componen España.
Manuel Parra Celaya (Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación (Pedagogía). Intervención en el ciclo «Encuentros en el Pardo» el 26 de enero de 2012)