MEDITACIONES AL PIE DE CUELGAMUROS
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Manuel Parra Celaya. Cuando un cristiano se asoma al sacramento de la Reconciliación, con la exigencia previa del examen de conciencia, lo primero que debe reconsiderar es si ha ejercido de forma suficiente y eficiente la resistencia a sentir odio y, en trance aun más difícil, si esta resistencia ha posibilitado la aparición del amor, incluso -máxima exigencia evangélica- hacia el enemigo.
Indudablemente, cuando no se tiene la condición de creyente, se niega toda trascendencia y se rehúyen los Evangelios y la Cruz, es mucho más ardua la tarea benéfica, que solo atina a alcanzarse, a duras penas, por el camino filosófico de la filantropía, remedio del concepto de caridad.
El odio, como el amor, es un sentimiento complejo que no permite ser despachado con definiciones elementales ni siquiera con el auxilio del diccionario de la Academia, y de eso saben bastante los sacerdotes no inficionados de nacionalismo y los psiquiatras. Digamos solamente que su concepto encierra siempre una nota inherente de negatividad, sin concesiones.
¿Cuál es el origen del odio? Goleman nos ofrece algunas pistas, entre ellas, que puede fundamentarse en la existencia de estereotipos que operan de manera automática e inconsciente. Puede ser una pista valiosa, pero no la consideramos suficiente: el odio, en ocasiones, puede ser inculcado y ordenado desde instancias superiores, como una de aquellas normas de obligado cumplimiento.
En la novela y en el cine -acaso en la realidad que imita al arte- se nos han presentado muchas veces el odio salvaje entre sagas familiares o comunidades, irreconciliables por generaciones. En la vida real, no es descartable que el objeto del odio sea el chivo expiatorio de los propios errores o cortina de humo que desvíe la atención hacia problemas más hondos y sirva de pábulo para excitar en la masa los sentimientos más primitivos.
En todo caso, podemos estudiar el odio desde perspectivas psicológicas, morales o políticas; apunto que, en este último caso, adquiere su forma más irracional y atroz, porque suele ser semilla de espantosas formas colectivas de violencia, de las que, por desgracia, conocemos abundantes muestras en nuestra historia.
La localización del odio, en todo caso, acostumbra a ser temporal, esto es, dentro de las coordenadas de un tiempo vivido, y desaparece cuando el sujeto o el objeto del odio pasan al estado que se ha llamado, poéticamente, la paz de las sepulturas. No es el caso que nos ocupa.
Porque, ¿qué sucede cuando el odio se remonta sobre los años o los siglos, cuando traspasa la barrera de la vida y de la muerte? Entonces estamos ante una patología de grado mayor: ha perdido su supuesta actualidad -digamos su posible atenuante de razón de ser- y se ha convertido en una compulsión obsesiva, absurda si abarca el futuro, extremadamente peligrosa si se refiere al pasado, porque la memoria suele reinventar agravios, llevar otros al paroxismo y transformar torticera y tétricamente el presente. La irracionalidad alcanza entonces las mayores cotas posibles y provoca, por reacción, otras irracionalidades que se oponen, con igual odio, a la primera.
Una duda aun más alarmante nos asalta, y que añade al odio otra dimensión: cuando, tras traspasar generaciones, alcanza dimensiones colectivas y, además, se convierte en rito iniciático. En este caso, a las perspectivas moral y psiquiátrica hay que añadir una clarísima nota sectaria, sin eufemismos.
Cuando un político se encuentra ante una sociedad dividida, aunque sea tenuemente, entre un nosotros y un ellos, la inteligencia aconseja no provocar más odio; incluso, aumentar, en la medida de lo posible, un nosotros más amplio, para evitar la fractura; convencer, en suma, y no solo vencer, para aumentar el abismo entre la sociedad. No digamos si tal político quiere adquirir un día la condición de estadista.
De lo contrario, lo que es una tacha moral, un lastre psiquiátrico o una lacra del alma, se convierte en depravación social, muy difícil de erradicar.
Un ejemplo histórico aleccionador: en Arriba, de 11 de abril de 1935, apareció una nota que decía textualmente: La Falange Española de las JONS, ante las primeras noticias de haber sido profanadas las tumbas de los capitanes Galán y García Hernández, no quiere demorar por veinticuatro horas su repulsión hacia los cobardes autores de semejante acto. Quien demostrara su aquiescencia para tan macabra villanía, no tendría asegurada ni por un instante su permanencia en la Falange, porque en sus filas se conoce muy bien el decoro de morir por una idea. El redactado es, por supuesto, de José Antonio Primo de Rivera.
Un ejemplo reciente: hace poco, en la Iglesia de Cristo Rey de Pamplona, las tumbas de Mola, Sanjurjo y seis requetés fueron objeto de ese odio sectario. Otro ejemplo, de momento en intención: el Valle de los Caídos, al pie de cuya Cruz de la Reconciliación escribo estas líneas.
Hubo un tiempo en que jóvenes ingenuos cantaban que la historia es un quehacer de amor. Parece que, ahora, mentes retorcidas silabean, a modo de rap, que la historia ha de ser un quehacer de odio.