Por qué la democracia procede del franquismo y no de sus enemigos
Pío Moa. Muerto Franco, se planteó un cambio político con dos posturas básicas, llamadas ruptura y reforma. La ruptura, ansiada por la oposición, consistía en la condena e ilegitimación del franquismo para enlazar legalmente con la fantaseada democracia de la república y el Frente Popular. Por el contrario, la reforma tenía carácter evolutivo, “de la ley a la ley”, con reconocimiento de la legitimidad del franquismo.
Ni los partidarios de la ruptura ni los de la reforma tenían tradición o pasado democrático, pero esta carencia tomaba formas muy distintas. El rupturismo unía en un haz difuso (Junta y Plataforma) a comunistas, incluidos muchos maoístas, a separatistas, terroristas o proterroristas, pacifistas, marxistas varios (sobre todo el PSOE), cristianos “progresistas”, pacifistas, y personajes sueltos. Salvo los comunistas, ninguno había luchado realmente contra el régimen anterior, y bastantes procedían del mismo. Se ha creado la leyenda de un PCE --afín y amistoso con las “democracias” de Castro, Ceaucescu, Kim Il Sung o Honneker—defensor de las libertades y la reconciliación. No insistiré en lo obvio: el carácter totalitario del marxismo en torno al cual hacían de ayudas o comparsas casi todos los demás rupturistas, dándose plazos más o menos largos para sus fines. Como quedó de relieve en el ataque común contra Solzhenitsin, entre otros hechos. Más chocante es que personas y partidos realmente desconectados del pasado, quisieran creer en la república y el Frente Popular como paraísos de libertad destruidos por “el fascismo”, o que el franquismo no había hecho nada merecedor de conservarse. La peor aberración intelectual, de graves consecuencias políticas hasta hoy y condensada en la LMH, era la identificación de antifranquismo con democracia. Según tan cruda distorsión, los máximos representantes de la democracia serían los marxistas-leninistas y la ETA.
Quien analice objetivamente la transición entenderá que, así como el Frente Popular fue la negación de cualquier democracia, los rupturistas que se sentían herederos de él no podrían traer ningún régimen de libertades y sí, con toda probabilidad, nuevas convulsiones políticas. Por fortuna, el grueso de la población, reconciliada, no admitía extremismos, y el cambio de régimen se produjo desde el régimen anterior, “de la ley a la ley”, con un rey nombrado por Franco, dirigentes franquistas, en especial dos jefes máximos del Movimiento, y autodisolución de la clase política en aras de una nueva época de mayores libertades para todos. Los rupturistas rechazaron el proceso, intentaron sabotearlo mediante una huelga general y el boicot al referéndum democratizador. Fracasaron, y la línea evolutiva recibió mucho mayor apoyo popular que cualquier otra iniciativa posterior, incluida la Constitución.
Este hecho indudable requiere una explicación: ¿por qué impulsaron tales cambios unos políticos formados en la creencia -- apoyada en los sucesos de los años 30—de que la democracia liberal abría la puerta a la revolución totalitaria?
Ante todo, y contra tópicos de propaganda, el franquismo no fue fascista, ni siquiera falangista, y tampoco rígido, sino que supo adaptarse flexiblemente a las circunstancias cambiantes. En él había dos concepciones implícitas y opuestas: a) el régimen superaba definitivamente a liberalismos y socialismos, y por tanto permanecería indefinidamente; b) se trataba de una solución extraordinaria a una crisis histórica extraordinaria, y por tanto desaparecería una vez cumplida la misión de superar las condiciones que lo originaron. La primera opción pareció factible en los años 40 e incluso 50, cuando el régimen desafió con éxito las enormes presiones del exterior, maquis y aislamiento. Pero su propio éxito lo encaminaba en otra dirección. El intento de crearse un fundamento doctrinal fracasó, la Falange nunca fue más que una corriente política entre otras, el propio régimen prefirió definirse como estado católico, y cuando la Iglesia lo abandonó desde mediados de los años 60, no quedó otra salida que la progresiva homologación con Europa occidental. Máxime cuando no surgía ninguna personalidad política con la talla y prestigio de Franco.
Dados los crudos prejuicios creados en estos años sobre el franquismo, mencionaré el juicio del pensador polaco Leszek Kolakowski, ex stalinista, en réplica a unos fanáticos laboristas ingleses: “Me sabe mal decirlo, pero el régimen de Franco ofrece a sus ciudadanos más libertad que cualquier país socialista (...) Los españoles tienen las fronteras abiertas (...), y ningún régimen totalitario puede funcionar con las fronteras abiertas. Los españoles no tienen censura previa (...) En las librerías pueden comprarse las obras de Marx, Trostski, Freud, Marcuse, etc. (...) Los españoles disfrutan de muchas organizaciones independientes del Estado y del partido gobernante. Y viven en un país soberano”. Cabe señalar las apreciaciones de Solzhenitsin después de viajar por España, o las de Julián Marías sobre la libertad personal en el país. El historiador inglés Paul Johnson ha caracterizado a Franco como ”Uno de los hombres más inteligentes del siglo XX. Algún día el pueblo español lo colocará en el lugar que merece”.
Otro dato de trascendencia fue que mientras el régimen se liberalizaba, la oposición se tornaba más violenta y radical. Así, la ETA, surgida tardíamente, fue apoyada por casi todos los antifranquistas, un hecho importante para entender los problemas posteriores de la democracia. Evidentemente, el franquismo –el grueso de él-- aceptaba la democratización con la impresión de que, pese a sus radicalismos, terrorismo y excesos verbales, la oposición rupturista ya no podría comportarse como sus predecesores del Frente Popular. Un cálculo que parecía razonable: aquella España había dejado muy atrás la miseria y sobre todo los odios devastadores de la república. Los irreconciliables eran muy minoritarios y, de momento, impotentes. Por primera vez en la historia era posible una democracia no convulsa, debida, además, a la propia evolución interna de España y no, como en casi toda Europa occidental, a la intervención militar de Usa. En principio, un logro histórico de primera magnitud.