“¿Qué has hecho?”
España entera respira hoy rabia e indignación al ver libre a un asesino en serie, con 25 rostros de seres humanos por el asesinados en su memoria, una memoria que no contempla ni el más ápice síntoma de arrepentimiento, sino todo lo contrario, un permanente y agresivo no sólo desprecio, sino burla, de sus víctimas y del dolor de los suyos.
El Señor dice a Caín: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo”. Este texto bíblico emblemático del mayor pecado del hombre contra la voluntad de Dios, la de atentar contra la vida de sus hijos, es citada en el Catecismo de la Iglesia Católica cuando, en el número 2268, explica que “el quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza al cielo (cfGn4, 10)”. Anteriormente, en el número 2266 se contienen tres afirmaciones que sin duda son muy pertinentes con respecto al escándalo que estamos viviendo estos días en España:
1. La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio.
2. La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito.
3. Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta.
Es evidente que la liberación de De Juana Chaos contradice el espíritu y la letra de la legislación española, y que es producto de vaivenes judiciales motivados por intereses políticos, lo que constituye por su parte un ejemplo más de la grave deriva de ilegitimación democrática en la que esta cayendo la gobernación del Estado. Pero yo quisiera recordar aquí otro aspecto de este escándalo, para iluminar mi conciencia personal sobre el juicio que este hecho merece desde la perspectiva de la moral católica, expresada magistralmente en el Catecismo de la Iglesia Católica, y que da hondura y precisión a aquellos principios del humanismo cristiano en los que, en gran parte, se inspiran las legislaciones occidentales como la nuestra.
Los tres principios de la Doctrina Social de la Iglesia antes recogidos del Catecismo apuntan a la inmoralidad de la liberación de De Juana, ya que:
1. El principio de preservación es aquí flagrantemente desestimado. Basta apuntar, sin necesidad de valoraciones jurídicas, como la liberación del más peligroso miembro de la sociedad española no ha cumplido ni siquiera una tercera parte de la pena que la ley de esa misma sociedad considera necesaria para un peligroso medio. El hecho de que además vaya a contar con un servicio de escolta no para garantizar la seguridad de la sociedad sino la suya propia, coloca este principio de preservación en un grado de contradicción irracional insuperable.
2. Tanto el principio de punición –excluido de antemano el de expiación, curación o inserción social dado su pertinaz conformidad y regodeo en los crímenes cometidos-, como el principio de proporcionalidad, aparecen en este caso descaradamente descartados: medio año por asesinato coloca la desproporción de la pena en el límite tanto de la indefensión de una sociedad, como en la ausencia absoluta de los deberes de la punición: enmendar, corregir y castigar.
A veces desde el discurso de los mal llamados “valores evangélicos” nos referimos a estos casos confundiendo el perdón con la justicia. El perdón moral, e incluso el perdón con consecuencias punitivas, además de ser sólo posible cuando hay arrepentimiento y propósito de enmienda, no pueden contradecir no sólo el derecho, sino también la obligación moral que la Autoridad Pública tiene de defender a la sociedad aplicando penas justas a los criminales. Esto, en cristiano, es también expresión del amor evangélico, tanto por parte de quienes, en su responsabilidad social, están llamados a velar por el orden social, como para quienes, coparticipes de la misma en una democracia, están llamados a exigir a los gobernantes dicha providencia. Como bien dice el mismo Catecismo en los números 2264 y 2265, si por un lado “el amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad”, y es, “por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida”, extrapolando este derecho personal a su dimensión comunitaria, “la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad”.
Es moralmente necesario, evangélicamente necesario, además de no dejar un sólo segundo de la vida de este criminal de preguntarle, para su bien, la pregunta del libro del Génesis, “¿Qué has hecho?”, hacerle esta pregunta también, insistente y exigentemente, a las autoridades del Estado, tanto legislativas como judiciales y ejecutivas: ¿Qué habéis hecho para que esto sea posible? ¿Qué vais a hacer para remediarlo?