"Archipiélago Gulag"
José Ignacio Echániz. 4 de agosto.
Alexander Solzhenistyn en su Archipiélago Gulag nos relata la crónica de juicios, castigos y sufrimientos, de los que son deportados al archipiélago siberiano en la época de Estalin. El día a día de quienes eran obligados en nombre de una supuesta libertad, repugna a las conciencias más laxas.
Los crímenes de la “justicia” ideologizada por el sistema marxista de la antigua Unión Soviética son recogidos por el autor en documentos históricos orales, que toman forma en las más de doscientas vidas de sufrimiento y castigo por ejercer la facultad de pensar, expresar las conclusiones, y por tanto molestar al aparato del régimen.
Archipiélago Gulag no era más que un campo de concentración con revestimientos de legalidad, que hace reír, quizás llorar mejor dicho, al más mínimo sentido de justicia. En el Gulag, no solo eran aislados hombres y mujeres que para el poder soviético eran considerados enemigos; era un campo de explotación de la facultad humana que nos hace dignos: el trabajo. Mas de doscientos testimonios orales recoge el autor, que al final del libro pide perdón por no contar lo que no vio, por no acordarse de todo lo que vio y le contaron.
Esta obra, que habla de la tragedia de unos rusos deportados al castigo, está marcada por la malaventura. Cuando la secretaria portadora del manuscrito de Solzhenitsyn es detenida por miembros de la policía soviética, se suicida tras el interrogatorio a la que es sometida, consecuencia del terror sufrido y el horror previsible.
Solzhenistyn es expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos en 1969.
Un año después no puede acudir a recoger el premio Nobel de Litera ruta, que tendría que haber recibido el 10 de diciembre de 1970. La sombra de sus perseguidores se cernió a lo largo del ceremonial en la Sala Dorada del Ayuntamiento de Estocolmo. Tampoco pudo deleitarse con los dulces compases del Virgen María de Oskar Lindeberg, ni escuchar las palabras de del secretario perpetuo de la Academia Sueca que le otorgaba le preciado Laurel, ni brindar en el regio banquete posterior; fue el gran ausente, como hizo ver Arne Tiselius con voz quebrada, que felicitó a los galardonados.
Solzhenistyn envía un breve, conciso, y precioso discurso:
“¡Majestad! ¡Damas y caballeros!
Confió en que mi ausencia involuntaria no ensombrezca la plenitud de la ceremonia de este día. En la serie de breves discursos de salutación, también se esperan unas palabras de mi parte. No quisiera, en modo alguno, sordina a esta fiesta. Sin embargo, no puedo pasar por alto el hecho significativo de que la fecha de entrega de los premios Nobel coincida con el Día de los Derechos del Hombre. Los galardonados con el premio Nobel no pueden por menos de sentir resposabilidad ante esta coincidencia. Todos los reunidos en el Ayuntamiento de Estocolmo deben de ver en ellos un símbolo. Así, en la mesa de este festín, no olvidemos que, hoy mismo, los presos políticos hacen huelga de hambre en defensa de sus derechos, menoscabados, o totalmente pisoteados.”