Los Romanov o la justicia revolucionaria
Nicolás II tenía en sus brazos a su heredero Alexis. A su lado su esposa Alejandra y sus hijas, las duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia. El retablo familiar lo completaban el doctor Botkin, el cocinero Iván Kharinotov, el valet Alexei Trupp y la doncella Ana Demídova. Son los Romanov, zares de Rusia. Hace hoy noventa años todos fueron asesinados en Ekaterimburgo a manos de los bolcheviques.
Lenin, el jerarca de la Revolución, ordenó al soviet de los Urales cumplir la sentencia de muerte escrita contra la Monarquía antes de que se desencadenaran los acontecimientos de octubre del año anterior. Las monarquías que subsistían en Europa se estremecieron. El destino que deparan los pueblos a sus reyes cuando éstos verdaderamente lo son no es el privilegio sino el sacrificio.
La familia real inglesa, emparentada a través de Alejandra con los Romanov, trató de ofrecerles un destino en las islas británicas donde evitar la llamada “justicia revolucionaria”. No dio tiempo se pensó entonces. Hoy sabemos que en Inglaterra aquellos visitantes suponían un serio problema interno. Trosky explica en sus diarios que había que evitar que el Zar se convirtiera en estandarte de los rusos blancos. Kerensky, la derecha, le había mandado “amablemente” a Siberia. La Historia, muy lentamente, va colocando a cada cual en su sitio. Yurovsky, el cabecilla del nefando crimen y sicario de la checa, acribilló a toda la familia antes de que se concretase una solución. Diez días después el último de los Romanov perecía también en las estepas.
La fuerza dramática de este crimen, que incluso los propios líderes revolucionarios llegaron a aborrecer, no supone nada comparado con la tragedia que padeció y aun sigue padeciendo el mundo a manos del comunismo. Caído el muro y ya esclarecida la verdad de los hechos que los propios comunistas trataron de ocultar y disimular, todavía hay quien consiente llamarse rojo. A cada cual lo suyo. Otros le aplauden y los más siquiera se lo reprochan.
El libro negro del comunismo, que olvida lo ocurrido en España, y los respectivos volúmenes sobre el colonialismo, el capitalismo y el reciente sobre la Revolución francesa recuerdan la macabra realidad y las vergüenzas que el mundo contemporáneo, con su aura de progresismo, prefiere desconocer. Curiosamente ningún editor se ha atrevido todavía a traducir el último, Le Livre noir de la Révolution française. Aunque la familia está en crisis, algunos todavía guardan mucho respeto a sus padres ideológicos. Hay tótems difícilmente censurables, pero éstos y otros sin duda también caerán.
Carlos Gregorio Hernández