José Luis Orella. Navarra es una comunidad con unas profundas raíces históricas que la llevan al mismo origen de España. Orgullosa de su personalidad y de sus libertades, afronta con decisión los retos que el futuro le prepara. Comparada con el roble, por su majestuosidad y resistencia, este árbol ha sido el símbolo físico y tangible de las libertades de Navarra. Incluso el nombre de sus primeros reyes fue Arista (roble), e Iñigo, el primer monarca pamplonés, mantuvo la independencia del pequeño reino frente a las pretensiones islámicas y carolingias. Pero ahora el viejo reino pirenaico de Navarra se debate en los labios de nuestros políticos, como posible transacción, que recuerda aquellas treinta monedas.
El nacionalismo vasco, en sus diferentes variantes, ha mantenido una permanente reivindicación de la comunidad foral, sin cuya incorporación no sería posible la viabilidad territorial del proyecto estatista de Euzkadi. Pero para llegar a sus fines, el nacionalismo tiene la necesidad de demostrar la vasquidad de Navarra, y hacer posible un sueño largamente acariciado. Para ello, la interpretación de la historia del viejo reino se ha ido realizando según los intereses políticos que le han ido marcando los políticos de la comunidad vecina. Esa labor se ha visto complementada con la acción cultural de un activismo vasco que ha trabajado a la juventud navarra en favor de su concienciación nacional vasca. Este activismo cultural se ha convertido en el principal peligro que afronta el viejo reino en su estabilidad social. La ausencia de un proyecto educativo que forme en la identidad navarra dentro de la nación española, ha producido un vacío espiritual que se ha visto colmado por el mensaje nutricio de una patria esclavizada por los viles españoles desde 1512. La actividad nacionalista y la ausencia de formación patriótica van marcando el cambio de criterios de fidelidad que los jóvenes navarros tienen en la actualidad.
Sin embargo, no todo debe estar perdido. En la madurez humana no es admisible en el momento presente vivir sin una connotación de apertura y conciencia de universalidad. No basta la relación interpersonal con el propio grupo, ni siquiera con otros grupos de la misma etnia o cultura: se hace cada vez más necesaria la adquisición de una conciencia de pertenencia a una realidad española, europea y universal. En esta línea estaría la cosmovisión de Teilhard de Chardin, en cuya argumentación había colocado las bases de una concepción global generalizadora e interdependiente de un universo en plena y constante evolución. Esta evolución estaría dominada por el sentido de complejidad, es decir, en ella se procedería de los seres más simples a los más complejos, llevando también aparejados grados progresivos de inmanencia y conciencia
La concepción teilhardiana, concebida como una reflexión meta-científica a caballo entre lo científico y lo filosófico, apunta ya con claridad una necesaria conciencia de unidad en la diversidad, que nos aparta totalmente de los personalismos individualistas, fomentadores de una conciencia encorsetada en los estrechos límites del grupo, etnia o ambiente cultural. Hacia esa concepción globalizadora avanza la ciencia y la cultura en la actualidad en clara incompatibilidad con el discurso político de los nacionalismos microlocalistas. La ampliación de conciencia constituye un elemento insustituible en el proceso de maduración psicológico, que en gran medida contribuye al fomento de comportamientos tolerantes, al avivar y fomentar una conciencia unitaria hacia los demás. Un ejemplo que inició el propio San Francisco Javier, navarro universal, que supo afrontar desde su españolidad, el diálogo con la cultura india, japonesa y china; sin dejar de sentirse navarro. Por eso la necesidad obligada de que la educación y especialmente la universidad, mantengan estos valores. No obstante, el mundo nacionalista va por la dirección contraria. El fomento exclusivo de los conocimientos locales, la uniformidad ideológica, lingüística y étnica contribuirían de manera grave a cercenar y empobrecer el mundo cultural, convirtiendo a Navarra en el futuro escenario de un nuevo totalitarismo.
NAVARRA EN LA HISTORIA
El viejo reino ha sabido amoldar su personalidad histórica perfectamente en España. En su larga historia, se han escrito distintos pasajes que ha proporcionado ese elemento nutricio que hace de la actual Navarra un modelo de identidad abierta al mundo. En este intento de ocultamiento de la personalidad histórica de Navarra, hay que descubrir cuáles son las raíces identitarias del viejo reino como comunidad moral participe de la nación española. Uno de los primeros puntos sería destacar la ausencia de instituciones comunes entre Navarra y las provincias vascas. Desde la época romana, el asentamiento vascón fue diferente del de las tribus celtas de autrigones, várdulos y caristios que poblaban las provincias vascongadas, denominadas históricamente así por haber sido vasconizadas posteriormente por los vascones. Navarra fue hija de Roma, como lo prueba que su capital fuese fundada un siglo antes de Cristo por el general romano Pompeyo, en la guerra civil que le enfrentó con Sertorio. Por el mismo camino de Roma vendría el mensaje liberador del cristianismo. Navarra surgía desde su origen dentro del sentido civilizador y universal de la vieja Roma.
El primer texto que habla de los navarros procede del siglo IX, es de Eginhardo, secretario de Carlomagno que habla de “Pompelonen Navarrorum oppidum”. Desde entonces la identidad de Navarra se verá incólume en la historia hasta nuestros días. La invasión islámica destruirá la unidad peninsular conseguida por los visigodos, pero Navarra surgirá como un pequeño reino pirenaico, pero sin olvidar en su memoria la idea de la “pérdida de Hispania”. Sin embargo, este retoño de la cepa romana, vive en el 977, en el monasterio de San Millán de la Cogolla, el nacimiento del español, idioma que dará el mayor esplendor a las letras romances. El primer escrito, corresponderá a las anotaciones, que un monje navarro hizo con conocimientos del vasco en las Glosas Emilianenses, y la nueva lengua será la oficial del viejo reino. Años después, cuando se consiga la reunión de los cristianos del norte por Sancho III “El Mayor”, se recobrará la vieja idea de unidad y el monarca navarro se titulará Hispaniarum Rex, como los viejos monarcas godos.
Pero en su acontecer, el reino navarro, se verá constreñido por sus vecinos, Castilla y Aragón, condados convertidos en reinos, surgidos de su propio tronco, en el proceso reconquistador. Las rivalidades fronterizas serán permanentes y los territorios vascos, que estuvieron bajo control navarro, se perderán ante los apetitos de su vecino. Álava sería territorio navarro durante 79 años, Guipúzcoa 84, y Vizcaya 58. La pérdida mayor de estos territorios se produciría en 1200, gran parte de Álava y Guipúzcoa pasará a ser territorio castellano, con respeto de sus foralidades. Pero este cambio de soberanía no se haría sin contar Castilla con la complicidad de los habitantes vascos, quienes lucharon en contra de los dominadores navarros. Vitoria y San Sebastián que habían sido fundadas por los reyes de Navarra, otorgándoles el fuero de Jaca, estuvieron preservadas desde su origen de poblamiento navarro.
Sin embargo, a pesar de la importante pérdida territorial, Navarra se mantendrá ligada a los dos ejes nutricios de su identidad moral e histórica. El viejo reino se asegurará una constante comunicación con la Cristiandad europea a través de la ruta jacobea. El Camino de Santiago será transitado por miles de peregrinos que revitalizaran el norte peninsular. La sociedad Navarra se verá enriquecida por una serie de nuevas comunidades que fortalecerán su tejido urbano y la mantendrá en comunicación con el resto de Europa. Pero, al mismo tiempo, el reino no pierde su relación con los reinos peninsulares. Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, escribió: “Castilla, Portugal, Navarra y Aragón son independientes, pero partes de un ente superior que es algo más que la geografía o que el eco histórico de lejanas latinidades: una comunidad de sentimientos, de intereses y de cultura”.
Esta definición, que reconsideraba la unidad perdida de España, se pondrá a prueba en 1212. Los almohades, rígidos seguidores del profeta, nacidos en las orillas del río Senegal, construirán un imperio a través de la Jihad que les llevará a rasgar de nuevo la piel de toro. Los cristianos fueron unidos por el navarro arzobispo de Toledo quien predicó la cruzada contra el enemigo musulmán. Ante su prédica, Sancho VII “El fuerte”, rey de Navarra, se reunió con las mesnadas cristianas. Una Navarra que no tenía ambiciones de ganar territorios, acudió a colaborar con Alfonso VIII de Castilla, responsable del empequeñecimiento del reino navarro. Sin embargo, los navarros acudieron y fueron protagonistas en las Navas de Tolosa de uno de los hechos de armas mayores de su historia. Las cadenas que amarraban a aquellos africanos de mirada penetrante y fanatizada, serán ganadas por las armas de aquel vástago del Pirineo, de 2,22 metros.
Pero la muerte del enorme monarca, traerá las dinastías francesas y finalmente la decadencia del reino. En 1512, Navarra será anexionada por un ejército castellano reclutado entre los vascos de Guipúzcoa. El pacto con Francia, realizado al margen de las cortes navarras y la excomunión de los reyes navarros por el Papa Julio II, oficializarán y legitimarán la anexión de Navarra. Fernando el Católico, había respetado la independencia del viejo reino. La reintegración final será, como Reino distinto en territorio, legislación, jurisdicción y gobierno, manteniendo todas sus peculiaridades identitarias. Navarra mantendrá las mismas formas hasta el siglo XIX, cuando dejará de ser reino y se integrará en su forma actual, con un status jurídico-político derivado de las leyes confirmatorias de los fueros de 1839 y de la ley Paccionada de 1841.
Desde entonces, Navarra ha formado parte de España, manteniendo su identidad propia. En 1978 el amejoramiento del fuero permitió la adaptación a la nueva situación política que vivía el país. Su posible integración en una Euzkadi nacionalista, eliminaría de golpe siglos de historia de una personalidad histórica que ha sobrevivido hasta nuestros días. La supresión de la disposición transitoria cuarta de la constitución de 1978, nacida a costa de la voluntad mayoritaria de los navarros, reforzaría el derecho de los navarros a disponer de si mismos, en libertad. Navarra, hija de su historia, seguirá siendo una comunidad moral, por la voluntad libre de sus habitantes.