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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

Llega el momento de formular afirmaciones rotundas, de elevar el concepto de España a la categoría de dogma

¿España, relativa?

Manuel Parra Celaya.  Si tuviéramos que definir con una palabra la corriente de pensamiento predominante hoy, esta sería, sin lugar a dudas, la de  relativismo : relativismo en lo moral, en lo afectivo, en lo religioso, en lo histórico, en lo político…No parecen existir o darse por buenos principios o ideas de aceptación común o generalizada, de donde partir individual o colectivamente y a  partir de las cuales poder discrepar luego; no existe un mínimo común denominador axiológico de esta sociedad, que ha sido definida de diversas maneras: postmodernista, modernista cool, modernista reconstruida…o, en denominación que me parece más ajustada, sociedad líquida (Bauman). 

Este relativismo o “liquidez” afecta también al  concepto de España, y ello por la impronta que arrastra todo el mundo occidental, pero más agudizado en estos lares por una  tradición  - ¿o maldición?- propia y que podríamos sintetizar en que, para muchos compatriotas, España es un “perpetuo borrador”, algo inacabado, siempre en trance de ser discutido y puesto en cuestión, no solo en lo accidental sino en su propia esencia y, como consecuencia, en su existencia. La consideración  de España como boceto inseguro y discutible ha adoptado diferente intensidad según las circunstancias históricas. 
 
El Sistema  vigente ha exacerbado este  relativismo de España y, merced a su creación o “invento” del Estado de las Autonomías, hemos llegado  a un momento donde se anuncian pasos concretos para la segregación  de territorios y conciencias. Al que le parezca que este juicio  encierra una acusación no velada  hacia la fórmula monárquica-democrática, instaurada o restaurada por y desde el franquismo, está en lo cierto: el desmoronamiento o “voladura controlada” del régimen anterior acrecentó sobremanera el relativismo histórico y político, que concluyó con el gigantesco disparate de poner en manos de quienes solo se sentían españoles “por imperativo legal” todos los resortes que les permitían una siembra paulatina y constante de la disgregación, el primero de ellos la educación  de las futuras generaciones. 
 
La demagogia propia del electoralismo, la complicidad de unas fuerzas políticas y la ceguera o ineptitud de las más altas instancias, han ido abonando el terreno. La crisis económica actual, con su “sálvese quien pueda”, ha hecho el resto. 
 
La evidencia es que, hoy por hoy, existe una fuerte  tendencia separatista o secesionista (más que “independentista” o “soberanista”, que son eufemismos) que, además, obedecen a  impulsos institucionales  y que van cobrando un creciente  activismo social. 
 
No tienen tanta importancia las cifras o porcentajes relativos a manifestaciones o “esteladas” en los balcones; la gravedad es que el impulso  ha venido dado, en el caso de Cataluña, desde la propia Generalidad y desde los Ayuntamientos, que cuentan con numerosos medios de difusión adictos, unos de carácter público y otros privados dotados de generosas subvenciones. 
 
¿Cómo se ha conseguido el efecto? Con eslóganes tan sencillos y pueriles como “Espanya ens roba” (“España nos roba”), con exigencias de control de fiscalidad para el  gobierno autonómico, con cifras macroeconómicas  manipuladas o tendenciosas… En suma, con abundante demagogia política y económica, aderezada con la tradicional mitología del separatismo catalanista. 
 
La izquierda española o colaboró  festivamente (recuérdese el caso de Zapatero con el nuevo “Estatut”) o se ha pasado con armas y bagajes al segregacionismo (corriente abundante en el PSC)  o mira para otro lado recuperando polvorientas propuestas federalistas. Y gran parte de la derecha española  -la torpe y cobarde derecha española- ha caído en la trampa: primero, embarcándose como única defensa de lo nacional en una guerra de cifras y desmentidos datos económicos, para convencer  de la  ruina que representaría para los catalanes la separación (datos que ningún recalcitrante separatista va ni siquiera a tener en cuenta), y, segundo, aceptando la hipótesis de una independencia con el exclusivo freno del número de votos o de la legalidad constitucional. 
 
La situación nos recuerda un titular del “ABC” de la época republicana: “O hermanos o extranjeros”… Algunos escritores o intelectuales, hasta ahora carentes de la menor tibieza unitaria, se han sumado al carro.
 
Es una prueba del relativismo sobre España: si una mayoría de catalanes (o de vascos, o de canarios, o de andaluces…) quieren separarse, deben acudir a triquiñuelas legales (que, a lo mejor, el TC reconocería tras arduas deliberaciones) y obtener un fuerte respaldo social, a ser posible mayoritario. Así de sencillo. Eso sí, todo ello de forma democrática y pacífica. 
 
Y otro aspecto grave de la cuestión es que este relativismo parece ser compartido por un buen número de ciudadanos españoles  del resto de las comunidades autónomas, prudentemente educados por el Sistema: “¡Si quieren separarse, allá ellos, pero que nos dejen en paz de una vez con nuestra Selección Nacional!” Mezcla de ignorancia y de estupidez de un pueblo devenido en simple masa. 
 
A muchos catalanes, sin embargo, no nos importa si nuestra españolidad  es respaldada por pocos o por muchos: no aceptamos el planteamiento ;como decían los tomistas, negamos la mayor. 
 
Llega el momento de rechazar el relativismo, de formular afirmaciones rotundas, de elevar el concepto de España  a la categoría de dogma. 
 
No nos vale, por ejemplo, si una generación entera, sometida a un proceso de contagio de la locura promovido por una mafia política, quiere destruir lo construido con esfuerzo por las generaciones anteriores y que constituye una herencia legítima para las siguientes. No nos vale que una construcción milenaria, que fue la primera en configurarse como Estado en la época moderna, se quiera fraccionar. No nos vale que, entre aspiraciones a construir Europa como patria, se pretende una regresión al aldeanismo, con más o menos votos favorables. Como principio, España es irrevocable. 
 
Aunque todos los españoles, en referéndum  leguleyo, estuvieran  de acuerdo en disgregar España, en aceptar la separación de una parte de su territorio,  ello constituiría un crimen  histórico, además de  una aberración moral. Y quienes estuvieran al frente de los supremos poderes del Estado en ese hipotético momento de la ruptura merecerían ser maldecidos por todas las generaciones de españolitos que estudiaran una historia no manipulada después del desastre.