¿Están, el patriotismo y lo símbolos nacionales, en decadencia?
Miguel Massanet Bosch. ¿En qué clase de país estamos en el que, los ciudadanos, parece que se avergüenzan de declararse patriotas, de sentir amor y respeto por su bandera y de reverenciar la Historia que los ha unido en una sola nación?, aunque, como ocurre en todos los países, ha tenido sus momentos de mayor gloria pero, también, de fracasos, penurias y momentos aciagos en los que, precisamente, se ha demostrado que, por encima de todo, hemos sido capaces de cerrar filas en defensa de nuestro honor y nuestra independencia. Parece que, hoy en día y por parte de algunos colectivos políticos y disgregadores, se toma a pitorreo esto de demostrar amor por la Patria que, en definitiva, no significa otra cosa que cumplir con el precepto de amar a nuestros semejantes, aquellos con los que nos unen lazos históricos, afectivos, territoriales, de solidaridad e idiomáticos y que forman parte de este gran colectivo con el que llevamos compartiendo más de quinientos años de convivencia y fraternidad.
Cuando alzamos la mirada a la bandera y sentimos que, en nuestro interior, el corazón late con más fuerza, se ensanchan repletos de oxígeno los pulmones y el alma se convierte en sagrario de emociones, es que lo que vemos en ella es el reflejo de una misma cultura, una civilización que nos legaron nuestros mayores y el cúmulo de gestas en las que nuestros ancestros se esforzaron, lucharon y murieron para que las siguientes generaciones pudieran tener una vida mejor, dentro de un mundo más libre. Sé, señores, que al atreverme a descubrir mi manera de pensar en un tema que parece haberse convertido en tabú para muchos españoles, me estoy poniendo en el punto de mira de aquellos que, seguramente, no dudarán en calificarme de cursi, trasnochado, visionario y, con toda seguridad, de facha o chalado. Acepto resignado, pero debo decir que, afortunadamente, nada me podrá apartar de este amor que siento por España.
Resulta sorprendente, no obstante, que estos que se ríen del españolismo, del concepto de “patria” o del respeto por la bandera, no dudan en convertirse en verdaderos fanáticos, obsesos, intransigentes, violentos y energúmenos, cuando deciden que el nacionalismo español no es más que un artificio político, pero que, sin embargo, el local, el de su pedazo de terruño, el de lo que ellos consideran que es suyo y que, por tanto, tienen el derecho a apoderarse de él, aún en contra de la voluntad de la mayoría de ciudadanos de la nación; tienen derecho a utilizar todos los medios, incluso el incumplimiento de las mismas leyes que ellos votaron, para salirse de la tutela común del Estado, de su compromiso de solidaridad con la fracción de ciudadanos de la nación que permanecen fieles a ella, renunciando a las relaciones de fraternidad que los unían a ellos; eso sí, afirmando que pueden, en una rara concepción de lo que es democrático, hacerlo, siempre que, en Catalunya, sean mayoría los que quieran la independencia, ¿y, el resto de españoles, no tenemos nada que decir?
Paradójicamente, consideran un ejercicio de obligada lealtad a la causa separatista, hacer una exhibición de todo aquello de lo que se han estado burlando, riendo, ridiculizando y combatiendo a los patriotas españoles. Aquí tienen ustedes las banderas “esteladas” que lucen en muchos de los balcones de ciudades y pueblos catalanes; no como una manifestación festiva o cultural, sino como un desafío, una amenaza, un reto al Estado de Derecho y una afirmación de su patriotismo sólo que, en este caso, no es de respeto por la patria común, España, sino por una nueve patria artificial, basada en premisas históricas mal interpretadas y peor argumentadas, que han convertido en una pírrica victoria lo que fue una abultada victoria, en el año a 1.714, de las tropas del aspirante al trono de España, Felipe V de Anjou, contra las huestes catalanas que la defendían, bajo el mando del “conseller en cap”, señor Rafael Casanova.
Catalanes y vascos comparten las mismas ideas, la misma desafección por todo lo español y la misma pretensión de decidir, por si solos, el destino de sus respectivas autonomías. Unos, los del norte, en función de lo que ellos consideran una superioridad de raza sobre el resto de españoles y, los segundos, los catalanes por esta especie de convicción de que son ellos solos los que hacen que la nación española salga adelante. Lo que se olvidan de decir es que no lo hubieran conseguido sin la savia humana que les llegó del resto de la península sin la cual le hubiera sido muy difícil, a la burguesía catalana (ésta que hoy en día constituye el meollo del sentimiento independentista catalán), que sus fábricas de tejidos hubieran generado la riqueza que les permitió sacar tajada de las dos guerras mundiales de 1914 y 1939. Tanto unos como otros adoran sus respectivas banderas, veneran sus costumbres y han convertido en ídolos populares a sujetos tan discutibles como Sabino Arana para los vascos y Macía y Companys para los catalanes.
Lo más preocupante es que han convertido sus aspiraciones soberanistas en verdaderas armas arrojadizas contra todos aquellos que, aún siendo catalanes, vascos o, simplemente, personas llegadas del resto de España. En Catalunya se veta la enseñanza en castellano, se prohíbe rotular en castellano, se incumplen las sentencias de los tribunales y se desafía directamente al Estado, amenazando con una consulta independentista. Los vascos, más prudentes pero, evidentemente, imbuidos de las mismas ideas y propósitos, siguen de cerca la evolución catalana para imitar, de pe a pa, todos sus pasos separatistas; en orden a la consecución de una utópica independencia. ¿Me dirán ustedes qué diferencia hay entre los patriotas españoles, tan vilipendiados y escarnecidos y los nacionalistas vascos y catalanes, con su separatismo excluyente e intolerante, respecto a las ideas contrarias a las suyas?
Atrévase usted, si reside en Catalunya, a ondear en un asta una bandera española y, pronto se dará cuenta de los resultados de su atrevimiento; ponga una bandera separatista y será felicitado. ¿Qué, qué hacen las autoridades y las fuerzas del orden? Nada, absolutamente nada, lo mismo que los fiscales cuando se trata de pedir la ejecución de las resoluciones de los tribunales de justicia respeto a la enseñanza del castellano. Se supone que estamos en un Estado de Derecho, donde las leyes se cumplen, la Constitución se respeta en todas las autonomías y las fuerzas del orden se ocupan de garantizar a todos los ciudadanos, residan donde residan, el libre ejercicio de sus derechos y la seguridad para poder hacerlo sin amenazas, presiones, chantajes o menos precios. La realidad: nada de nada.
La situación, señores, es muy otra. Aquí estamos secuestrados por la falta de un Gobierno que sea capaz de imponer la ley donde se inculca y de defender a los verdaderos españoles de quienes pretenden llevar a cabo, por los medios que sean, sus aspiraciones secesionistas; aquellos que quieren el caos saliendo a las calles o aquellos otros antisistema a los que mejor les va cuando, aquellos partidos de la oposición en lugar de velar por una España unida y en paz, van fomentando todas aquellas iniciativas que pongan a unos españoles en contra de los otros. Así veo, señores, a una nación que se va descomponiendo en manos de aquellos que pretenden destruirla ¡y nadie, absolutamente nadie!, se toma en serio la situación.