Javier Paredes. El protagonista del día es Enrique VIII, que murió el 28 de enero de 1547. Fue rey desde 1509, rompió con la Iglesia Católica y estableció la Iglesia anglicana de la que se autoproclamó jefe supremo. Ha pasado a la historia como un príncipe renacentista que ejerció el poder de un modo arbitrario y tiránico. Su reinado está jalonado de ejecuciones. Enrique VIII se casó seis veces con las siguientes mujeres y por este orden: Catalina de Aragón, Ana Bolena, Jane Seymour, Ana de Cleves, Catalina Howard y Catalina Parr. A dos ellas las ejecutó, acusándolas de infidelidad matrimonial. En el caso de Ana Bolena las acusaciones no tenían ningún fundamento, y en el de Catalina Howard parece ser que sí le fue infiel. De todos modos conviene recordar que, con la misma vara de medir, el mismo Enrique VIII se podía haber condenado a muerte unas cuantas docenas de veces, porque él fue infiel en incontables ocasiones a sus seis esposas.
Probablemente alguien me podría reprochar que no me es lícito hablar de la vida privada de los gobernantes y me recordaría que debo limitarme a la vida pública. Pues bien, Enrique VIII es la prueba del nueve de que no existen dos vidas, una pública y otra privada. No, solo existe una vida cuyas virtudes y defectos se proyectan en privado y en público. De manera que quien se aficiona a cortar la cabeza de sus esposas, que como es sabido es cosa privada, no tiene inconveniente en practicar una sanguinaria política en público con sus colaboradores y súbditos, que en el caso de Enrique VIII da como resultado una larguísima listas de ingleses que tuvieron que poner su cuello en el tajo.