Abel Hernández. 27 de noviembre.
Sigue la enfermiza manía de atacar a la Iglesia católica y a los símbolos religiosos. El cardenal Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Madrid, no puede abrir la boca, aunque sea para apoyar la reconciliación entre los españoles, sin que le lluevan improperios y falsas interpretaciones. La ofensiva contra los crucifijos -¡Cristo, el símbolo principal de los oprimidos!- en las escuelas trae malos recuerdos a los que aún conservan un poco de memoria histórica. El rechazo a reconocer con una placa que la Madre Maravillas, santa perseguida en la guerra civil, vivió en el edificio ocupado ahora por el Congreso, demuestra la falta del pensamiento generoso que aqueja a la izquierda. La grosera y machista interpretación de Almudena Grandes, escritora que no hace honor a su apellido, sobre las vejaciones a que fue sometida la monja carmelita, producen reacciones como la de Antonio Muñoz Molina, que se confiesa asqueado de tales abusos. “Cuando leemos artículos como el suyo -dice en su casa de “El País”- y como tantos otros que por un lado y por otro parecen empeñados en revivir las peores intransigencias de otros tiempos, algunas personas nos sentimos cada vez más extrañas en nuestro propio país”. En fin, el hecho de que un guardia civil impida a una persona entrar la basílica del Valle de los Caídos con un rosario y siga todavía ejerciendo demuestra el desquiciamiento que estamos viviendo.
Hasta el presidente Zapatero se atreve a comparar en público la elevación a los altares de los mártires de la guerra con el derecho de las víctimas del franquismo a tener una sepultura digna, insinuando que la Iglesia se opone a ello. Pero ¿de dónde sale tal infundio? ¿Quién se opone a que los familiares de estos muertos saquen, si lo desean, los huesos de los mismos y los entierren como Dios manda? Me sé más de un caso de los tiempos de la transición en que esto se hizo por iniciativa del alcalde y el cura del pueblo sin pregonarlo a los cuatro vientos y sin afán de revancha política. Me imagino que es a este clima de revancha política que se está creando en torno a los muertos de la guerra y la cruel posguerra a lo que se opone la jerarquía eclesiástica, abogando por la definitiva reconciliación de los españoles.
Es inquietante que algunos historiadores como Julián Casanova, con la mayor falta de objetividad, imprescindible para ejercer su oficio de manera ética y fiable, cargue todos los males del franquismo sobre la Iglesia, sin mencionar siquiera de pasada el fundamental papel de la Iglesia católica, bajo el mandato del cardenal Tarancón y del nuncio Dadaglio, en los últimos años del franquismo y durante la transición a favor de la democracia y de la definitiva reconciliación de los españoles. El objetivo principal fue que la religión no volviera a ser nunca más motivo de enfrentamiento civil entre los españoles. Duele que a estas alturas una izquierda cegata no se haya enterado aún y vuelva a enarbolar la historia, los muertos y el crucifijo como armas arrojadizas.