M.A. Gutiérrez. PRIMERA REFLEXIÓN: “Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt” (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen).
El Salvador no miraba tanto las injurias y torturas que recibía de sus enemigos, como el amor con que, por ellos, moría. Por eso, rogó al Padre que los perdonara, y rogó al Padre no porque a él le faltara poder para perdonar, sino para enseñarnos a rezar por quienes nos persiguen.
Mientras Jesucristo se esforzaba por salvar a sus adversarios, estos se esforzaban por condenarse. Pero, ante Dios podía más la caridad del hijo que la obstinación y ceguera de los ingratos.
Gracias a esta oración magnífica de Jesús, poco después se convertirían miles de Judíos, rendidos a la predicación de San Pedro. Y, si no llegaron a convertirse todos, fue porque muchos chocaban con el Espíritu Santo y la oración de Cristo fue condicional a la aceptación del Espíritu Santo.
SEGUNDA REFLEXIÓN: “Amen dico tibi: Hodie mecum eris in paradiso” (En verdad te digo que estarás conmigo en el Paraíso).
De los dos ladrones crucificados con Cristo, mientras uno de ellos se obstinaba en el pecado, el otro se convirtió. Efectivamente, San Dimas, el buen ladrón, ejercitó en su muerte diversos actos de virtud, “creyó, se arrepintió, se confesó, predicó, amó y rezó”.
San Dimas dio muestras de su fe cuando le dijo a Cristo: “Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza”. Confesó sus pecados cuando dijo “Nosotros somos castigados justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos”.
Predicó declarando la inocencia de Cristo: “Este nada inconveniente ha hecho”.
Se ejercitó también San Dimas en el amor divino al decir: “Recibimos el justo pago de lo que hicimos”. Además, los verdugos se ensañaron con él, rompiéndole las piernas, cuando proclamó la inocencia de Jesús, tormento que el buen ladrón aceptó por amor a su Señor.
Por su parte, Jesús, que siempre da más de lo que se le pide, respondió a San Dimas de esta manera: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Dios está siempre dispuesto a estrechar contra su corazón a los pecadores arrepentidos.
TERCERA REFLEXIÓN: “Mulier, ecce filius tuus… ecce mater tua” (Mujer, he ahí a tu hijo… he ahí a tu madre).
La Santísima Virgen estaba cerca de Jesús, pero al ver que su hijo estaba a punto de morir, se aproximó aún más a la cruz, sin temor a los soldados que la rodeaban y sufriendo con paciencia sus insultos y empujones, hasta conseguir estar justo debajo de su amado hijo. Lo mismo hizo San Juan, el discípulo más puro del Redentor, que acompañaba a la Virgen valiente. Fue entonces cuando Jesucristo les dijo a la Virgen y a San Juan esas palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo… he ahí a tu madre”.
Desde entonces, María es madre espiritual de todos los hombres y mujeres, cooperando son su caridad a engendrarnos a la vida de la gracia y a ser hijos santos de la Iglesia.
CUARTA REFLEXIÓN: “Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?” (Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me desamparaste?).
¿Por qué pronunció Jesús estas palabras en voz tan alta?. Las pronunció tan fuerte para darnos a entender su divino poderío, pues estando a punto de morir, pudo hablar así de alto, cosa imposible para los agonizantes, pero no para Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Y, además gritó tan fuerte para darnos a entender la impresionante pena en que moría.
El clamor del Señor fue más enseñanza que lamento, pues quiso hacernos ver la malicia del pecado, que pone a Dios en la obligación de entregar a su hijo al tormento para satisfacer por nuestros delitos, todo ello por amor. Jesús, en este trance, no fue abandonado de la divinidad ni privado de la visión beatífica; solo se sintió privado del consuelo sensible con el que Dios suele sostener a sus mártires y leales servidores.
El Señor se lamentó no para demostrar su desesperación, sino la amargura que experimentaba al morir privado de todo consuelo.
QUINTA REFLEXIÓN: “Sitio” (Tengo Sed).
Jesús padeció gran sed a causa de tanta sangre como derramó, pero mucho mayor fue la sed espiritual, es decir, el gran deseo que tenía de salvar a todos los hombres con su sacrificio lleno de amor.
La sed de Jesucristo nace de la fuente del amor.
SEXTA REFLEXIÓN: “Consummatum est” (Consumado está).
Jesús quiso consumar su sacrificio hasta la muerte, para que entendamos que el premio de la gloria solo se da a los que perseveran en el bien hasta el fin.
SEPTIMA REFLEXIÓN: “Pater, in manos tuas commendo spiritum meum” (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).
También en este momento pronunció Cristo estas palabras con voz muy alta, y ello con una doble intención: para dar a entender que era verdadero hijo de Dios que llamaba a su Padre, y para dar a entender que no moría por necesidad sino por propia voluntad, gritando justo en el momento de morir.
Jesucristo, encomendándose al Padre, nos encomendó a todos los fieles, que por su medio habíamos de alcanzar la salvación.