Manuel Parra Celaya. Últimamente me viene asaltando una duda casi existencial: ¿soy o no soy una persona de orden? Como pueden comprender los lectores, que eso me ocurra a mis sesenta y tres años es preocupante, sobre todo si hacemos caso de la frase atribuida a Churchill y que viene a decir que tan raro es que un joven no sea revolucionario como que un viejo no sea conservador. De forma que, dejando de lado lo de viejo por las mismas razones que esgrime Cervantes en el prólogo de la segunda parte del Quijote, me preocupa extraordinariamente mi actitud vital ante el mundo y ante lo que está pasando.
Por una parte, me siento completamente enfrentado a una serie de notas distintivas de la actualidad, empezando por las que conllevan aspectos falsificados, inauténticos e hipócritas; así, empiezo por aludir a la corrupción, que no es solo política, sino social (aquella es la punto del iceberg de esta), que abarca desde el pedigüeño callejero, que especula con el hambre de unos niños que no tiene, hasta el jerifalte de Ayuntamiento, Autonomía o Estado, que lo hace con la palabra democracia a flor de labio.
Como catalán, me desespera la ingenuidad de tantos paisanos embriagados por los dulces sonidos de la gralla y de la tenora, sabiamente interpretados por la oligarquía separatista de mi comunidad. Me enerva la demagogia de los liberados sindicaleros –permítanme que no emplee la palabra sindicalista, que respeto profundamente- , cuya entrega a sus compañeros dista mucho de ser la que se debería exigir. Me irrita que aludan a una democracia que no existe, que no es tal, sino un totalitarismo –en el peor sentido de la palabra- del Pensamiento Único, revalidado en la farsa de las urnas cada cuatro años. Me siento, en fin, adversario de un sistema económico y social que especula con la economía real a favor de la financiera y que nos ha llevado a esta situación de crisis, paro y, en muchos casos, miseria, por la extensión de su mentalidad capitalista a cualquier nivel social. Me saca de quicio vivir en una sociedad vacía de valores éticos, estéticos, morales, religiosos, nacionales y cívicos, solo atenta al hedonismo, la frivolidad, la vulgaridad, la chabacanería.
Con todo lo dicho a modo de catarsis no es extraño que, si me pusieran ante la alternativa barojiana, eligiera evitar el llanto de un niño antes que salvar el mundo.
Pero, por otra parte, advierto, desazonado, que una de las causas de este estado de cosas es la pérdida del sentido de la disciplina en todos los aspectos. Y no hablo solo de leyes y de autoridades políticas (cuyo juicio he dejado traslucir antes) sino de autoridad moral, intelectual, de pensamiento y de servicio; en suma, de la proscrita noción de jerarquía.
Decididamente, no soy una persona de orden, y me repugna esta definición en tanto significa acomodación y sumisión a un orden establecido. Me voy a etiquetar como una persona de Norma, que aspira a sustituirlo en la medida de mis escasas posibilidades por otro, precisamente porque lo que tenemos ha hecho tábula rasa de ese afán normativo, que no viene de las decisiones parlamentarias sino que se escribe, poéticamente, más allá de las estrellas.
No es extraño que, ante propios y extraños, y especialmente ante mis alumnos, me autocalifique constantemente de clásico, y rechace el apelativo de romántico, con el que me suelen adornar a las primeras de cambio. Del romanticismo aborrezco su sensiblería, su inautenticidad, su escasa o nula racionalidad, sus fundamentos pantanosos y absurdos, sus raíces, sus ramas y sus frutos.
Pero esto ya es otro tema que, con permiso del paciente lector, dejo para otra ocasión.