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Diario YA


 

Una película artificiosa y engañosa

Éxodus, ni épica, ni religión

Francisco Torres García. Con el cine confieso que me pasa algo similar al ballet, que no acabo de entender muy bien a los directores que más que versionear -en el cine básicamente- realizan actualizaciones de clásicos intentando reverdecer grandes éxitos. Así, si en el ballet la pobre Giselle acaba pasando de las puntas a arrastrarse por los suelos en el cine todo se vuelve oscuro, predominan los harapos y la suciedad... Confieso que no me suelen agradar las reversiones de obras icónicas de la historia el cine realizadas ahora con la excusa de atraer a nuevas generaciones de espectadores a historias de éxito. Las frustraciones se cuentan por decenas. Afortunadamente no han llegado a puerto los intentos de rodar nuevamente el Lo que el viento se llevó, especialmente tras el fracaso de Scarlett como continuación; ni los ojos de Julia Ormond ni el saber hacer de Harrison Ford pudieron con la Sabrina de Bogart y Hepburn; mejor no hablamos de birrias como el Quo Vadis creo que rodado en Polonia, el subproducto de un nuevo Ben-Hur para la juventud de hoy o la prescindible historia de El Álamo tras la magnífica y épica película de Wayne.

Viene al caso la cita porque desoyendo a algún amigo mi impenitente faz de cinéfilo me llevó a la sala para ver la nueva cinta de Ridley Scott Exodus. Dioses y reyes o la historia del mítico Moisés reconvertido por la publicidad en el hombre que "desafió a un imperio y cambio el mundo", y, por la intención del director y la productora, en el "general que Dios necesita", intentando dar de la mano de Christian Bale, que no es Rusell Crown, una réplica que reverberara a su exitoso Gladiator. Y si los hermanos Cohen intentaron -sin conseguirlo a mi juicio- hacer olvidar a Wayne en su versión de Valor de Ley, Scott no solo no logra que nos olvidemos de Heston, el actor fetiche de tres grandes épicas cinematográficas, sino que Bale nos recuerda a Heston cada dos por tres en el gesto y la fotografía, aunque me parece que ambos, actor y director, estaban más cerca del Cid que de Moisés. Como, me temía pese a tanta alharaca, tanto 3-D y tanta parafernalia digital, Scott no consigue hacer olvidar la obra de Cecil B. de Mille Los Diez Mandamientos.

Scott podía haber propuesto una relectura del mito acorde con los avances de la investigación arqueológica; situarnos ante el posible Moisés histórico; olvidarse de la imposible coincidencia de los hechos con el reinado de Ramsés el Grande en vez de encontrar allí la excusa para rodar una gran batalla recreando relativamente la batalla de Qadesh (1274 a.C.); trasladar los hechos al más que probable  siglo VII a.C. incluso plantear el cómo de la historia del Moisés real o de las gentes que llegaron desde Egipto a Canaán de forma más pacífica que bélica durante los reinados de los faraones Psamético I y Necó II, posibles herederos de aquellos otros que fueran llevados a Egipto tras la victoria de Merneptah, sucesor de Ramsés II, o retroceder en el tiempo hasta la salida de los hicsos en los años de Ahmose que tornaron a Canaán... O directamente presentarnos a Moisés como una recreación de las historias orales realizada en el siglo V a.C. para dar fundamentación mítica al reino de Judá. Pero entonces, casi con seguridad, su relectura de la cinta de De Mille hubiera dormido el sueño de los justos, porque Moisés sin fe no tiene sentido. Y es ahí donde falla la visión de un Scott capaz de hacernos creer en unos terroríficos aliens pero que, ante el miedo a que tachen su cinta de propaganda religiosa, tiene que andar todo el tiempo justificándose por la presencia de un Dios en el que no sólo no cree sino que quiere desvirtuar hasta grado sumo.

Dejo a un lado los pastiches visuales donde todo se mezcla en un solo espacio, desde los templos de Luxor a los restos de Memphis, pasando por las pirámides de Gizeh y rematando con la escalonada de Saqqara junto con improbable busto a tamaño o que en tiempos de Ramsés se siguieran construyendo pirámides cuando ya los faraones se enterraban en el Valle de los Reyes, por más que visualmente refleje la misma grandeza o falsedad que el cartón piedra de De Mille. Nadie va a discutir la solvencia de Ridley Scott, ni el perfeccionismo del fotograma aunque aquí los efectos digitales no tienen la fuerza necesaria y queden desaprovechadas las célebres plagas. No entro en los filtros utilizados que desdibujan el colorismo del Egipto real o en un vestuario que en Moisés se torna algo más que extraño, ni en el oasis de la familia del protagonista, ni en una recreación que me parece disonante porque lo trascendente es descifrar las preguntas que se hace el director.

No estamos ante un relato bíblico ni ante una exaltación de la Fe. No es una película de épica religiosa como lo son Los Diez Mandamientos. Pero es que ni tan siquiera es una gran historia épica con el Éxodo como fondo. Lo que subyace a lo largo del metraje es la incredulidad cuando no la animadversión a la faz religiosa de la historia que narra. Indirectamente, busca sembrar la idea de si no fue todo una sugestión del propio Moisés (una piedra que le da en la cabeza en la noche lluviosa que nos lleva al monte prohibido). Dios aparece representado en un niño al que solo ve Moisés y con el que discute en unos diálogos con pretensiones que te dejan un tanto frío. Moisés, naturalmente, recurre a la acción directa y violenta para liberar a su pueblo rompiendo así con la interpretación bíblica, es el general que Dios reclama. Scott quiere sembrar las dudas en el espectador, negar la verosimilitud de los hechos: todo tiene una explicacíón y solo enmudece cuando tiene que enfrentarse al exterminio de los primogénitos egipcios. Todo lo demás se puede explicar, incluso recurriendo a un chocante tsunami que permitirá el paso por el Mar Rojo y sepultará a toda una orgullosa división egipcia. Lo demás Scoot prefiere obviarlo, de ahí que nos hurte la escena del becerro de oro y la bajada de Moisés desde el Sinaí con las Tablas de la Ley de Dios para hacernos ver al protagonista grabando con el cincel la piedra para poder seguir dejando a Dios al nivel de la alucinación que ha dado a Moisés la orden de iniciar su aventura.
 

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