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Diario YA


 

El exilio del compositor le impidió asistir a su estreno, que dirigió F.Liszt

“Lohengrin”, la obra cumbre del romanticismo alemán

Fotografía: Javier del Real

Luis de Haro Serrano

Si la sombra del ciprés es alargada, como dice Gironella, no lo es menos la del recién fallecido Gerad Mortier al que, entre otros reconocimientos, a título póstumo se le acaba de conceder la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Sus ideas han influido en la preparación de este Lohengrin que el Real ofrece durante el mes de abril con una producción que se desarrolla bajo su particular concepto sobre la ópera, dado que, en su día, recomendó al que iba a ser su director de escena, Lukas Hemblet, que preparara para su presentación un proyecto singular, diferente a todo lo que hasta ahora se ha hecho, en el que se intentara descifrar o hacer una descripción más hermética del carácter cerrado del protagonista, para lo cual este solicitó la colaboración del escultor alemán Alexander Polzin, que se sumó igualmente al proyecto de Mortier como escenógrafo. Tras el sentido homenaje que el Real le dedicó el pasado 2 de abril, estas representaciones se desarrollan igualmente como homenaje “in memoriam” a su paso por la parcela de la dirección artística

Esta gran ópera romántica, realizada en tres actos con música y libreto del propio Wagner se estrenó el 28 de agosto de 1850 en el Weimar Teatro de la Corte. Tres años tardó en prepararla, 1845 a 1848, Sus vicisitudes políticas le impidieron asistir al estreno que dirigió su suegro F. Liszt, ni pudo ver tampoco la versión completa hasta once años después en Viena. De todas sus obras, esta fue la que con más rapidez se difundió en Alemania y por los demás países. Es, probablemente uno de sus títulos más representados La última vez que el Real la ofreció fue en el año 2005

El libro de Wartburg (1838) en el que se basó para su Tannhauser, le sirvió también para la preparación de Lohengrin, reforzado además por otra serie de viejas leyendas y tradiciones de las sagas alemanas, así como un episodio del “cantar de los nibelungos”. Todo un entramado de fuentes, que utilizaría igualmente para la preparación de otra de sus grandes obras, “los maestros cantores de Nieremberg”.

Un enrevesado hilo sicológico que se une al carácter con el que están concebidos los protagonistas de otros trabajos como “el holandés errante” y el mismo “Tannhauser”, envueltos en una extraña nube de misterio que se resuelve gracias al descubrimiento de la esencia del amor. Un amor que salva y redime.

Lohengrin busca a una mujer que, sin exigencias, crea en él, no le pregunte por su origen y le ame incondicionalmente. La narración de su historia no se desarrolla dentro de una idea o concepto cristiano sino profundamente humano. Los amigos del compositor criticaron bastante su texto, circunstancia que le hizo pensar en realizar algunos cambios que en el fondo no deseaba. A su modo, se sentía identificado con la línea marcada para el protagonista.

A diferencia de los héroes de otras óperas, Lohengrin, como hijo de Parsifal, es un aliado directo de los dioses. No conoce ni la fuerte soledad que acompaña al “holandés”, ni sufre la inquietud interior en que se desarrolla la vida de Tannhauser.

Musicalmente todos sus personajes, especialmente el principal, están descritos de forma concreta. Lohengrin aparece rodeado siempre de unos sonidos místicos llenos de un colorido musical, con unos acordes interpretados por los violines de forma alternativa, a modo de pequeñas capas sonoras superpuestas, que llevan al espectador a tener la sensación de estar escuchando la claridad del cielo.

Como sucede en la tragedia griega, de todos sus grandes títulos es en Lohengin en el que el Coro adquiere un mayor protagonismo; anticipa acontecimientos futuros, comenta su desarrollo y, guiado por los designios divinos, dicta el veredicto final.

Como en ninguna otra composición, la imagen y el sonido se encuentran en ella en la más estrecha relación. Su fuerza reside en el recorrido que melodía y texto hacen de la leyenda en que se basa, reforzado con un fuerte carácter dramático lleno de novedades orquestales. A lo largo de su extenso desarrollo no hay ni una sola escena que no esté llena de poesía y vida dramática, descrita con un lenguaje noble y bello, que no impide el hecho de que Wagner, una vez más, se vuelva a mostrar como el gran maestro del contraste; el mundo de la fe se contrapone al de la incredulidad, la superstición o la desconfianza, la entrega y lealtad del amor caminan junto al odio y la venganza. A pesar de esta amalgama de conceptos, su contenido tiene un carácter puramente romántico. Probablemente pueda considerársele como la ópera cumbre del romanticismo alemán.

Su preludio, musicalmente espléndido, es considerado unánimemente por la crítica como un anhelo hecho música o una pasión amorosa convertida en sonido.

El equipo artístico
Lucas Hemlet y Andress Polzan se han desprendido en esta producción de la imagen tradicional del cisne alado para, con imaginación y extraña sencillez, sustituirlo por una simple referencia dialéctica. Para describir plásticamente el hermetismo sicológico del protagonista han confiado en la presencia de una simbólica estatua con forma geométrica cerrada y una imagen inaccesible en su interior. Una alusión tan frívola como discutible e inteligible para el espectador que no tenga acceso directo a las ideas del escultor y escenógrafo, lo mismo que la idea general de presentar el desarrollo general de la historia en esa lúgubre cueva prehistórica como único escenario en el que la luz diseñada por Urs Schoenembaun brilla por su ausencia, incluso en la primera aparición de Lohengrin, tras dejar atrás a su bello y poderoso cisne. Un recurso escénico pobre en el que la luz no juega el papel, que en estas historias debiera tener y mucho menos el rebuscado diseño del vestuario.

Hertmunt Haechen, que ha elegido una “orquesta a tres”, reforzada por varias trompetas en escena para sacar adelante la extraordinaria luminosidad sonora con la que Wagner concibió su partitura, ha realizado una extraordinaria versión, brillante y sugestiva que ha contado, como siempre, con la brillantez y capacidad de entrega de la Orquesta y un Coro sublime en todas sus intervenciones, particularmente en los finales de acto, especialmente el segundo, musicalmente el más atractivo.

Sencillos pero efectistas los movimientos escénicos, complejos y desdibujados en bastantes ocasiones. Espléndido el elenco vocal, con Chistopher Ventris (Lohengrin) como destacado, por la elegancia de su timbre y cualidades dramáticas y Caterime Naglestad (Elsa) por la dulzura de su voz, bella en los esfumatos y con un amplio arco sonoro. Franz Hawlata (rey Heinrich) y Thomas Johannes (Tetramud) lucieron igualmente por la fuerza y claridad de sus voces. Deborah Polaski (Ortrud) bastante desdibujada en la parte vocal gritó demasiado en los agudos. Mejor en la faceta escénica.

El público, a pesar de todo, aplaudió con generosidad esta atractiva y ambiciosa presentación de Lohengrin, movido más por la brillantez de la música de Wagner que por la imagen de lo que visualmente se le ha ofrecido.