La Lupa del YA. Sin entrar a profundizar sobre si el hombre es un lobo para el hombre ni en otros jardines filosóficos, parecemos convenir todos en que, de vez en cuando, algún cabrito con ínfulas se burla y chulea de las leyes para beneficio propio y ofensa del probo ciudadano. El energúmeno en cuestión -condición propia, sentimos comunicárselo, de la naturaleza humana- se aprovecha de los que están desvalidos, les bordea, se cuela y se hace el amo. Surge entonces el legítimo cabreo de los damnificados. Y, antes de que la cultura occidental viniese a poner un poco de orden en la cosa, el asunto podía acabar como el rosario de la aurora.
En Occidente, la renuncia del ciudadano individual a lo que tradicionalmente se viene llamando legítima defensa, se fundamenta en que el Estado asume el monopolio de la violencia para emplearla con sensatez cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Esto es, es el Estado el que, mediante las fuerzas del orden y de defensa, administra la violencia dentro y fuera de nuestro territorio atendiendo a métodos respaldados por la ley.
Hasta aquí, abnegados lectores, la teoría. Teoría que tuvimos ocasión de contrastar hace escasos días durante un trayecto en taxi por la Ciudad Condal. El conductor resultó ser un bonachón asturiano, de Gijón, padre además de dos honrados miembros de la Policía (la Nacional, no esa nueva, vestida de opereta que circula por las cataluñas, y que llama a gritos a los civiles del tricornio cuando empiezan a pintar bastos). Al lío. El ciudadano en cuestión, cuestionaba la mayor. Todo eso de la Constitución, las leyes y las puñetas que lucen los que las administran puede ser hasta bonito cuando se dan dos circunstancias. La primera, que la gente viva desahogada. Y la segunda, y esencial: el que saca los pies del tiesto, recibe un testarazo tal por vía legal que no sólo le disuade, sino que acongoja también a los testigos del mismo. Es entonces cuando si alguien te esgrime una recortá y te pide peluco y cartera, estás obligado a mirar alrededor, con paciencia, a la espera de que la Justicia se haga cargo, te proteja, y escarmiente al agresor.
Cuando el paro se acerca al 20 %, el hambre aprieta, y los agentes están hasta los mismísimos (palabras del asturiano, que no nuestras) de que la judicatura no respalde su trabajo, se acabó el cuento caperucita. Toca entonces volver a la jungla. Que una fulana se niega a satisfacer el importe de la carrera, se avisa a un compañero y, al alimón, se le aflojan las bofetadas necesarias para que ella afloje la pasta. Que el pasajero arrellanado en el asiento trasero dice que no tiene para pagar, se le pasa al delantero, se le encañona con esa pipa de la guantera, sí de cuando el abuelo hizo la guerra, descatalogada, pero contundente, y se le acompaña gentilmente hasta el cajero más cercano para cobrar. Debemos confesar, que escuchando los sólidos argumentos del fornido conductor miramos inmediatamente al taxímetro y nos palpamos la cartera para comprobar que nos sobraba efectivo para pagarle el servicio.
En los Estados Unidos, con un desempleo aproximadamente la mitad del nuestro, los principales fabricantes de armas de defensa personal han incrementado sus ventas en casi un 75 %. Por favor, señores legisladores; por favor, señores jueces. Hagan que el sistema funcione, porque el cuerpo que se nos quedó tras el paseo con el asturiano no era para jotas. No podíamos quitarnos de nuestra mente al siempre espléndido Al Pacino, en su papel de "Taxi Driver", cargado de "su razón" y "sus armas". Cuidado, que a algunos ciudadanos empieza a no faltarles razón, las armas empiezan a circular con fluidez, y la cosa se nos va de las manos. Tomen nota.