Miguel Massanet. Creo que estamos ante una de estas ocasiones excepcionales en las que, el Monarca, debería asumir un papel moderador entre los distintos partidos que, a la vista está, parecen empeñados en acabar con la poco confianza que, desde el exterior, tienen puesta en nuestra nación. Y aquí tenemos el ejemplo más evidente de que, cuando es la propia monarquía la que se encuentra al borde del desprestigio ante el pueblo español, en uno de los momentos en los que se necesitaría que los españoles la miráramos como el baluarte capaz de poner orden en esta sin razón política por la que estamos atravesando. España sufre, en sus propias carnes, esta orfandad en la que nos ha dejado la monarquía, que nos impide contar con su efecto mediador, enturbiado por los efectos de los acontecimientos poco edificantes conocidos dentro de la familia real.
Las esperanzas de que la amenaza de que estos sucesos de corrupción, verdadera o falsa ( el determinarlo seguramente llevará meses si no años, mientras las sospechas acaban de desprestigiar a quienes, culpables o no, aparecen como los malos de la película) puedan hacer que vuelva a reproducirse la crisis económica, financiera y social que, sin estar del todo solucionada, al menos tenía trazas de haber sufrido un pequeño cambio de tendencia; parece que, a medida que pasan los días y no se producen las reacciones que los ciudadanos esperábamos que tendrían lugar, para que las sospechas se disiparan, para que las supuestas conductas irregulares fueran desmentidas o para que se produjeran las oportunas dimisiones que coadyuvaran a que la situación de los restantes miembros del partido, cuya honra está puesta en tela de juicio, quedara clarificada; resulta que queda más enturbiada la situación del país y, evidentemente, la confianza que habíamos recuperado de nuestros inversores, desde que las instituciones europeas habían cambiado su opinión sobre la situación española que, si nos atenemos a los resultados de las bolsas durante los últimos días y del comportamiento de la prima de riesgo, está volviendo a su postura negativa lo que, de no mediar acontecimientos que ayuden a consolidar la postura del actual gobierno del señor Rajoy, puede que tengan consecuencias muy poco favorables para los españoles.
No sabemos el alcance que puedan tener los rumores que, especialmente en la prensa rosa, están dando pábulo a pensar que, en la Casa Real, se están preparando declaraciones sobre la infanta Cristina y su posible renuncia a su posición dinástica, para intentar darle el carpetazo al caso Urdangarín o, incluso, a algunas opiniones que dicen que el propio Rey pudiera estar sopesando su renuncia en el príncipe Felipe; algo que se nos antoja bastante difícil, al menos en el corto plazo, ya que en nuestra Ley no está prevista la abdicación como sí lo está en otros países, como es el caso conocido de la reina Beatriz de Holanda que ha abdicado en su hijo el príncipe Guillermo. No tenemos en España la legislación que prevea el estatus que tendría el Rey Juan Carlos ni el de la reina en su nueva calidad de simple miembro de la casa real y lo mismo se puede decir respecto a la inviolabilidad e inimputabilidad de la figura del Rey que, sin embargo, no queda claro si la debiera conservar si abdicase.
En cualquier caso, la situación del país se va envenenando a medida de que los ciudadanos piensan, cada vez en mayor número, que los partidos políticos están todos afectados por la corrupción; que los que ostentan el poder no son de fiar y que el peso de la crisis cae exclusivamente sobre quienes menos tienen: los obreros, los pensionistas y, en gran parte, sobre una clase media que ha visto recortadas, de una manera exagerada, sus condiciones de vida que, en algunos casos, la han conducido a situaciones de pobreza. Ya hace tiempo que los partidos de izquierda, ahora ayudados por los socialistas, que ven peligrar el conservar la condición de primer partido de la oposición, están intentando, con bastante éxito, sacar la política a la calle, sabedores de que, en el Parlamento y el Senado, no tiene posibilidad alguna de tumbar al Ejecutivo. El convertir las algaradas callejeras, las ocupaciones de edificios, sean públicos o privados, el establecer campamentos en las plazas públicas, el protestar ante las sedes de los partidos políticos o ante los mismos Tribunales de Justicia se va convirtiendo en una práctica generalizada que ha tenido especial éxito en el caso de los desahucios de los ciudadanos que no han podido pagar las cuotas de las hipotecas.
El convertir la acción de jueces y magistrados en algo mediatizado por la opinión pública, expresada mediante gritos y soflamas en la calle, algunas veces acompañados por algunos jueces, secretarios o magistrados, ponen en tela de juicio la necesaria objetividad de la Justicia, la supedita a presiones que no son tolerables y hasta el mismo Estado de Derecho que exige que las leyes se cumplan según se aprobaron por el legislador y que la Justicia no se deje arrastrar por la opinión pública que normalmente se atribuye a unos cuantos miles de ciudadanos ruidosos que pretenden aplicar a su modo las leyes sin tener en cuenta que tienen mecanismos adecuados de defensa para que las partes implicadas en un juicio tengan las mismas garantías de que van a ser tratados por igual y que cada parte podrá presentar sus alegaciones ante los representantes de la Justicia que les garantizarán un veredicto de acuerdo a lo dispuesto en las normas; cosa que no ocurriría si los ciudadanos la aplicaran según su propia opinión o arrastrados por prejuicios o rencores, que nada tienen que ver con la legalidad.
El hecho de que, el mismo señor Rubalcaba, pretenda alterar las normas, azuzando al populacho a rebelarse, a ocupar las calle o a sublevarse contra el orden establecido; aunque sepamos que no es más que un acto teatral para arrimar el ascua a su sardina; no deja de suponer una infracción de las normas, ya que dónde le corresponde exponer sus quejas contra el Gobierno es en el Parlamento, porque allí es donde reside la soberanía del pueblo, que le otorga cuatro años a quien consigue la mayoría en las urnas para desarrollar la tarea de llevar al país adelante. Mucho nos tememos que intentar conseguir en las calles lo que está vetado en el Parlamento puede acabar por darle a la ciudadanía una falsa imagen de lo que es la democracia. Lo mismo está sucediendo en Catalunya donde, tanto el señor Mas como el señor Junqueras, no hacen otra cosa de pretender “vender su especial concepto de democracia”, por encima de las leyes estatales cuando, España, en su conjunto de 17 autonomías, es una democracia indivisible donde las decisiones las toma todo el pueblo español acudiendo a las urnas.
La pretensión de que haya una pequeña democracia que pueda poner en jaque a la de todo el pueblo español, no es más que una interpretación segada y acomodaticia para saltarse la Constitución y engañar a aquellos ciudadanos que, obcecados por la idea de que España les roba o por un falso sentimiento de independencia que los va a convertir en un país rico; no son capaces de entender la gran equivocación de una Catalunya independiente apartada de España y fuera de Europa. Cualquier pretensión de causar el caos en la nación, hundirla en el fango de la ingobernabilidad o de un gobierno popular de 15M, progres, antisistemas y ácratas, seguramente nos llevaría a situaciones como la de Egipto, donde los efectos de la llamada “primavera árabe” parece que no han servido para nada más que para cambiar de dictadura. O así es, señores, como veo la situación actual de este pobre país en el que se ha convertido España.