Miguel Massanet. El escritor inglés Oscar Wilde, en su obra Frases y filosofías para uso de la juventud, hablaba de la economía en los siguientes términos: “Aconsejar economía a los pobres es a la vez grotesco e insultante. Es como aconsejar que coma menos al que se está muriendo de hambre”. Pero cuando se trata de poner orden en todo un grupo de naciones en las que, quiérase o no, cada una de las cuales no hace más que buscar primar sus propios intereses sobre los de las demás; cuando las más poderosas usan de su prepotencia para imponer a las menos afortunadas su yugo y cuando se está hablando, en término pomposos, exultantes e hiperbólicos de un órgano supranacional, que abarca a toda una pléyade de naciones que han pretendido, en una proyectada emulación a la bíblica Torre de Babel, superar sus propias costumbres, sus intereses locales, sus particulares idiosincrasias, sus fobias y sus resentimientos; en aras de una unión económica, política, financiera y social; para, bajo las siglas de UE, pretender formar un frente común que pudiera competir con el resto de colosos de la economía mundial, sin prever que las dificultades para poner en marcha tal proyecto podían superar, con creces, las ventajas que se pretendían obtener de él.¿Lo han logrado?
El caso es que, a los simples ciudadanos de a pie, a aquellos que ya tenemos la piel endurecida por los flagelos que la vida nos ha deparado y que carecemos de capacidad para mantener la esperanza en la humanidad, quedándonos sólo la aspiración de controlar las fronteras escuetas de nuestro entorno familiar aunque, en ocasiones, nos sea imposible lograrlo. ¿Qué quieren ustedes que les diga?, todo esta parafernalia, tantos viajes, tantas asambleas, foros de discusión, conferencias a distancia y chats, la mayoría improductivas y sin acuerdo; o con el único de reunirse de nuevo para recapitular sobre el mismo tema recurrente una y otra vez con el mismo resultado. Tanto tiempo perdido, tantos viajes, tantos hoteles de 5 estrellas, tantas dietas y tantas personas dedicadas a una tarea que se viene demostrando como improductiva y que, aparentemente, sólo sirve para que, cada una de las naciones implicadas, a sus problemas económicos habituales, tenga que añadir su contribución a tanto despilfarro inútil y a tanta estulticia.
Lo cierto es que, a la carga del aparato estatal, a las administraciones locales (autonomías, municipios, empresas públicas etc. etc.); a toda esta masa ingente de funcionarios, empleados públicos, políticos, líderes sindicales y demás sanguijuelas que viven a costa de nuestros impuestos; ahora nos toca, a los ciudadanos de a pie, exprimir nuestros bolsillos para aportar nuestro óbolo para que, toda estas camada de vividores del ECOFIN, de la Asamblea de la CE en Bruselas o de las cien mil empresas que viven a costa de aquellas oficinas comunitarias, acaben por decidir que: lo que conviene es que nos apretemos, todavía más, el cinturón, para que los bancos puedan seguir manteniendo los sueldos de sus directores al nivel de los dioses del Olimpo.
Añadamos, a toda esta locura en la que estamos sumidos, las aventuras de toda esta serie de políticos que, no contentos con habernos conducido a los ciudadanos a esta situación, en la que uno está temiendo que el nuevo día lo despierte con algún nuevo impuesto, alguna tasa municipal por ir a pie por la calle, una manifestación que le impida llegar a tiempo al trabajo o una rebelión de ciudadanos, porque el club de fútbol de su localidad ha tenido que cerrar por quiebra. No, señores, no podemos entender que, en la pasada reunión de la cumbre celebrada en Italia el mes de Junio, se tomaran y firmaran una serie de acuerdos, entre ellos el de conceder una línea directa de crédito a las entidades bancarias españolas que estuvieran en una situación precaria; que se llevaran a cabo una serie de inspecciones por funcionarios de la UE; que se le encargaran a una empresa especializada hacer un diagnóstico de todas las entidades de crédito españolas para determinar su verdadera situación interna y que, pasados los meses, cuando ya estamos a final de año, porque a la señora Merkel se le antoje, porque tenga problemas de orden interior en su país o porque tenga un Bundesbank que se opone a todo lo que no sea sacar beneficio para Alemania; sigamos esperando que llegue la ayuda prometida, que los bancos pueden empezar, de nuevo, a dar créditos a las empresas para que estas puedan ponerse al día, renovar sus instalaciones, recuperar su competitividad y, con ello, volver a contratar personal que, hoy por hoy, la mayor tara que tenemos consiste en el desempleo de 5’5 millones de personas.
No es de recibo que, en la UE, un ente en el que debería existir la máxima democracia, que los asuntos se propusieran y trataran entre todos y se le diera al BCE la función de regular los posibles desfases de las distintas economías y dispusiera de un organismo de control bancario, un regulador con plenos poderes, que fuera eficiente e impidiera que los errores de algunos bancos y cajas pudieran llegar a poner en un brete al mismo euro. Suena a raro este empeño de la señora Merkel de retrasar la puesta en práctica de este ente con facultades para revisar a fondo la contabilidad de determinados bancos y cajas sospechosos de no estar actuando con la debida limpieza. Pero, todavía nos escama más cuando parece que, precisamente, la canciller alemana lo que pretende evitar es que sean inspeccionados y controlados algunos bancos alemanes, con posibles activos tóxicos que pudieran poner en duda la solvencia del propio sistema financiero alemán.
Puede que Alemania sea el motor de Europa; es posible que la señora Merkel tenga miedo de que determinadas actuaciones a favor de algunos países no le favorezcan ante sus posibles electores y que ello la lleve a poner obstáculos a que naciones, como España, puedan acceder a las ayudas que precisa, a las que tiene derecho después de haber hecho los sacrificios y las modificaciones legislativas que se le exigieron. Pero lo que no se puede hacer es que los acuerdos, las decisiones de las instituciones europeas puedan modificarse, suspenderse, alterarse o distorsionarse, a instancias de un grupo de naciones que, al parecer, se han convertido en quienes parten el bacalao en Europa y, el resto, tengan que aceptar, sin rechistar, que las normas comunitarias sólo se apliquen a los más débiles.
No hay duda alguna de que, el malestar que tenemos en España y que existe en otras naciones como Portugal o Italia, es debido a que los respectivos gobiernos han hecho caso de las recomendaciones de Bruselas, del BCE y del FMI; confiando en que, llegado el momento, se les darían las facilidades para poder renovar sus compromisos de deuda a unos intereses normales y sin que, para ello, se vieran obligadas a tener que acudir al mercado especulativo, que es lo que ha estado sucediendo durante los meses pasados debido a los continuos vaivenes de Bruselas y las imposiciones de la veleidosa Merkel, que se ve apoyada por aquellos países a los que, al parecer, les conviene que la parte sur de Europa no salga de su peligrosa situación para que así, ellos, puedan favorecer sus respectivas exportaciones. Un juego peligrosos, una apuesta de tahúr especulativo que, Dios no lo quiera, podría escapárseles de las manos si, alguna de las economías en vías de recuperación, dejara de poder financiarse o tuviera que hacerlo en condiciones leoninas; de forma que cuando se quisiera intervenir resultase, como ya ocurrió en el caso de Grecia, que los cálculos de Bruselas estaban equivocados. Claro, señores, que sólo somos unos ciudadanos asustados, que temen por su porvenir ¿o no?