¿Se acuerdan de los sindicatos?
Carlos Gregorio Hernández. 18 de septiembre.
Una de las imágenes que siempre suele salir a relucir cuando se evoca la llamada transición son las recurrentes huelgas. Los años comprendidos entre 1976 y 1982 ofrecieron un panorama de permanente movilización y agitación social, que el gobierno de Suárez trató de conjurar infructuosamente con la fuerza pública y la ley de huelga de 1977, anterior a aprobación de la Constitución —en España la huelga tiene más derechos que el trabajo—. La llegada al poder del socialismo disminuyó la beligerancia sindical y la década de los noventa del siglo pasado y los primeros de éste han terminado por reducir su influencia a lo testimonial. En España, hoy por hoy, los sindicatos de clase han quedado prácticamente reducidos a la administración pública del Estado y autonómica, e incluso en esta parcela compiten cada vez más con sindicatos profesionales y otros de carácter transversal dirigidos por el separatismo que, cargando las tintas contra el gobierno central, sirven a las políticas que pretenden romper la unidad de España. Es significativo comprobar como son las organizaciones más radicales que mantienen el carácter revolucionario las que están protagonizando las principales protestas. Estas organizaciones no dudan en multiplicar y organizar las huelgas y acciones violentas porque siguen conservando los objetivos máximos que justifican el esfuerzo o sacrificio preciso para organizarlas. Si se acude a las numerosas dependencias de los sindicatos tradicionales se entenderá el por qué de la anestesia que padecen, ya que están pagados por el presupuesto público, bien sea popular o socialista. Pero, al margen de las razones materiales, hay otras razones más profundas que explican el retraimiento del sindicalismo. Como dijimos al principio, los sindicatos en España no nacieron para actuar sobre situaciones concretas, sino buscando unos máximos revolucionarios que ya han sido descartados por el propio sindicalismo. Cada una de las luchas concretas era un paso más a la hora de alcanzar unos fines que ya no existen y que ni siquiera se desean, dejando obsoletas unas estructuras pensadas para aquella tarea, por más que el socialismo en el poder se distinga bien poco de la oposición.