Manuel Parra Celaya. Reconozco que soy poco aficionado al cine en estos momentos. Me apetece, como a Borges en los días que su ceguera se extremaba, más releer (recordar, en este caso, y no por falta de vista, a Dios gracias) más que leer; de forma que me contento con ver por la pequeña pantalla de mi casa aquellas películas que han alcanzado la categoría de clásicos y espero, con paciencia y sin inquietud ninguna, a que las que se vayan proyectando alcancen este nivel o se pierdan en la memoria colectiva como puras anécdotas de un entretenimiento en tarde de lluvia.
Con estos antecedentes, no se extrañará el lector si afirmo que he visto la película Lo imposible más de un año después de que mereciera premios y elogios por doquier, y ello con ocasión de un vídeo fórum entre amigos. Sin ser un experto, me pareció magnífica: fui reconociendo los aciertos de la cámara, lo acertado de los recursos, la soberbia interpretación y los valores que se desprendían de la historia: amor, abnegación solidaridad, familia… así como el maravilloso proceso de maduración de un niño ante el esfuerzo y la responsabilidad. No creo que les descubra nada a ustedes, que seguro que vieron la película en su momento.
Destaqué su naturalidad, es decir, hacer creíble el argumento, y no tanto porque supiera que estaba basada en hechos reales y asesorada por los verdaderos protagonistas, sino por la genialidad de la trama, en lo que me imagino tuvo gran parte de mérito Juan Antonio Bayona, su director. Su capacidad de emocionar y de mantener la suspensión, aunque el amigo de la silla vecina me hubiera comentado al oído que todo terminaba bien… dentro de lo que cabe, se une a los méritos expuestos. Resumiendo, no es una película que simplemente ves sino que la vives en tu interior compartiendo dolores, angustias y alegrías de cada miembro de la familia. Tampoco te lleva a una individualización en los personajes centrales, sino que eres capaz de apreciar en toda su magnitud la tragedia colectiva que se vivió realmente con la catástrofe de aquel tsunami.
Sin embargo, desde las primeras escenas de impacto, eché algo a faltar, que se fue haciendo más presente hasta el momento final de la proyección: la ausencia absoluta de la menor referencia religiosa; en ningún momento, ni ante la amenaza de la muerte ni en la incertidumbre ni en la desesperación de la separación, ni uno solo de los personajes hace un asomo de lo que se me ocurre más urgente: una oración, una súplica a Dios. Ni, en el momento feliz del reencuentro, una simple frase de acción de gracias. Este fue el detalle que restó parte de esa naturalidad, de ese hacer creíble la historia, sencillamente porque creo que lo primero que a mí, simple creyente de filas, se me habría ocurrido.
¿A qué se debe esa ausencia de Dios en una película que plantea una situación límite en la que está presente el valor de la familia, las muestras de solidaridad humana y el hecho terrible de la muerte? ¿Fue una exigencia de guion? ¿Se trató de un escrúpulo laicista para no herir sensibilidades de un público que ha de ser laicista por imperativo legal? ¿Fue producto de una sutil censura que se yergue sobre el cine español de nuestros días?
Y no me refiero a una determinada orientación religiosa. Se supone que entre los que vivieron la tragedia, turistas y nativos, los habría católicos, protestantes, budistas, sintoístas, musulmanes… Es curioso que, en el acontecimiento real, todos se olvidaran de su Dios, que era, en realidad, el Dios de todos.
Menos, quizás, de los que ejercen la sutil censura en el cine español.