Luis Montero Trénor. Era un día perfecto para, por ejemplo, sumarse a una huelga general. El Sol y la temperatura, muy agradable desde primeras horas de la mañana, contrastaban con el ánimo de un país calado hasta los huesos por el frío del desahucio y la desesperación. Por el desasosiego de la pobreza, que ya asoma en el umbral después de tantos años de despilfarro. La protesta, anunciada desde hace fechas por sus organizadores, debería convertirse en un éxito rotundo y hasta histórico. Pero algo fallaba: a nadie ya se le escapa que los sindicatos sobreviven única y exclusivamente gracias a los presupuestos que les concede el Estado al que pretenden poner en jaque, y eso no suena demasiado bien. Cuentan que si UGT intentara cubrir gastos con las cuotas de sus afiliados, no sería capaz ni de hacer frente al consumo en calefacción de esa sede tan suntuosa que posee en Madrid junto a la Carretera de Barcelona, y la rebelión subvencionada por el poder no puede dar resultado ni ser demasiado sincera. La del alba sería cuando los piquetes diurnos sustituían a los de la noche, pero la práctica totalidad de los españoles estaba pensando que aquella mañana apetecía trabajar.
A las ocho, Madrid generaba el tráfico de costumbre, los taxis de siempre y el silencio triste de estos últimos años. Nada que llamara la atención. En Serrano y Castellana, decenas de manos anónimas habían decorado gran cantidad de comercios con pegatinas en las que podía leerse “Cerrado por huelga general. Disculpen las molestias”. Nadie hizo caso de ellas y todos abrieron dos horas más tarde. Los miles de pasquines dispersos por los suelos –pagados entre todos los españoles, sí- demostraban que durante la madrugada tuvo lugar una simpática juerga sindical. Y allá donde Castellana confluye con Génova, una veintena de piquetes en bicicleta paralizaba el tráfico con un rodar cansino, lanzaba consignas e “informaba” a quien pasara por allí de que ese día no se trabajaba. Una huelga muy democrática, faltaría más. Democrática y obligatoria.
Avanzamos. A las nueve, tal como estaba previsto, militantes de la CGT se agrupaban en Alcalá esquina Gran vía. Observados por tres vigilantes de seguridad, los anarcosindicalistas no presentaban un aspecto demasiado fiero, tenían cierta edad y si acaso brillaban en sus ojos nostalgias de “cojosmantecas” y catorces de diciembre ochenteros donde conseguían paralizar el país con sus acciones revolucionarias. Uno de ellos nos contó que aquello no era solamente una “huelga de dignidad”, sino también la reivindicación de un cambio político profundo porque “después del Régimen de Franco ha venido otra gran dictadura, la del capitalismo.” Se expresaba con propiedad.
Como los alrededores de Fnac y El Corte Inglés de Princesa -que hubieran sido objetivos prioritarios de los piquetes- se encontraban literalmente tomados por la Policía Nacional para garantizar la apertura de estos centros, los sindicalistas “informantes” comenzaron a desarrollar su actividad en la calle Gran Vía, que a eso de las diez aparecía desierta y desolada. Militantes de UGT, CCOO y CGT eran dueños y señores de la situación, y sólo un establecimiento se atrevió a abrir sus puertas. “¡Mal día para trabajar!”, gritaron al osado. Y él, antes de recibir el correspondiente aluvión de insultos, llegó a contestar: “Es lo que tenemos los trabajadores. A vosotros os pagará el sindicato”. La fuerte presencia policial evitó que aquello pasara a mayores. Una empleada de Correos también trabajaba y no se libró de los improperios: “¡Cobarde! ¡Esquirol! ¡Traidora!”
Muy pronto, dos manifestaciones que marchaban en sentido contrario confluyeron cerca de Plaza de España. Sintiéndose fuertes, los militantes sindicales decidieron celebrarlo cortando el escaso tráfico que circulaba por la zona. Durante más de media hora no pasó un solo coche y los piquetes, como si de policías municipales se tratara, paraban a los automóviles y les indicaban hacia dónde debían desviarse. Entonces, ante nuestros ojos, se produjeron las primeras cargas y detenciones. La actuación policial, realmente contundente, disolvió sin ningún problema la concentración. Algunos agentes utilizaron una violencia desproporcionada.
Y a partir de ahí empezó a reinar la calma. En la calle Silva, Jóvenes de extrema izquierda discutían sin ponerse de acuerdo sobre qué debía hacerse y en qué lugar habría menos perros (sospechamos que no se referían a perroflautas), los comercios del lugar abrían sus puertas y hasta Bob Esponja paseaba tranquilamente sin que nadie le tachara de esquirol. Porque sólo él, las prostitutas de Montera y los periodistas se libraban de tal epíteto.
En rigor, la huelga ha sido un fracaso sin paliativos. A mediodía, todos los que de un modo u otro participaron en la jornada se reunieron junto a la estatua de Cibeles y allí, pese a gritar con fervor las consignas de siempre, comentaban decepcionados que aquello no había salido bien. Mejor lo pasaba un joven trajeado que reía a carcajadas mientras hablaba por su teléfono móvil: “No te lo vas a creer, ¡estoy rodeado de rojos!”