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Diario YA


 

colaboración literaria

2 de Mayo

Diego Garijo. 2 de mayo. El amanecer, poco a poco, va clareando todo a mi alrededor y el primer rayo de sol utiliza la fachada más alta como pantalla e ilumina toda la calle. Ahora veo fácilmente que estoy en el Barrio de los Austrias, en mi querido Madrid. Me sorprende no ver coches aparcados ni esas estrechas e inútiles aceras. Tampoco está el empedrado manchado por la goma de las ruedas, sino otro de peor calidad, muy irregular, con bastante porquería. La calle está desierta, ni un alma paseando o yendo a trabajar, ni un ruido que incomode la tranquilidad de esa temprana hora. Si acaso, a lo lejos, se oye un rumor de golpes como de cascos de caballo y el tintineo suave de llaveros repletos.

Tímidamente comienzo a andar. Las correderas transversales tampoco están asfaltadas: todas lucen, por decir algo, el mismo empedrado irregular de la vía por la que camino. Queriendo orientarme, me dirijo como recuerdo hacia calles más anchas o plazas donde tener un punto de referencia y situarme. Ahora me doy cuenta de que los faroles no son eléctricos: sí son de hierro con los laterales de cristal, pero dentro encierran unos candiles enormes que no había visto nunca. Todos están apagados.

Paso frente a la iglesia de san Isidro, está limpísima, y llego a la Plaza Mayor. Está igual aunque hay detalles en la fachada que no reconozco y, sobre todo, no está la estatua ecuestre de Felipe III en mitad de la plaza. Nervioso, acelero el paso hacia el mercado de San Miguel. Ya veo a gente, cada vez más, que lleva el mismo camino que yo. Todos van disfrazados, como simulando una corrida goyesca pero sin muleta ni capote. Ni morlaco. Los que me rodean también están nerviosos y no paran de cuchichear entre ellos: hablan muy deprisa y con frases muy cortas, y no consigo entender lo que dicen. Sin embargo sigo a su lado casi corriendo.

 

Ya hemos llegado a la calle Mayor. Ni me he fijado en el mercado de San Miguel y apenas puedo distinguir diferencias en las fachadas de la otrora principal vía de mi ciudad: estoy demasiado confuso y presto más interés a lo que pueda entender de mis acompañantes ocasionales.

Una mujer que no veo pregunta a gritos desde una ventana que qué pasa. La respuesta viene de varias voces. “¡Nos lo están llevando!” chillan casi al unísono. Muchos seguimos por las calles perpendiculares cuesta abajo. Sale gente de todos los portales y se unen con nosotros a la que ya es riada en la calle Arenal. Llegamos enseguida a la altura de la plaza tras el Teatro Real. No está y en su lugar hay un edificio que no consigo reconocer. Intento pararme para mirar alrededor pero el gentío me arrastra. Decido, sopesando las opciones, que prefiero saber hacia dónde va esa gente y porqué.

El río humano desemboca, conmigo en medio, en la Plaza de Oriente que no tiene apenas jardines y ni un arbusto sino bastantes árboles. Nos dirigimos hacia el Palacio Real. La gente en torno a mí va gritando, bufando, dando alaridos. Sólo consigo reconocer, aparte de insultos comunes y no tan comunes, la consigna que ya oí hace un rato: “¡Nos lo están llevando! ¡Nos lo llevan!”.

La furia, la indignación, la ira, se van apoderando de mí. No sé cuál es la razón de esta cólera, pero es contagiosa. Grito con todas las fuerzas que me dan los pulmones, insulto como más gravemente se me ocurre, aunque todavía no sé a quién. Pero seguro que lo merece.

Llegamos frente a Palacio y paramos con la sangre hirviendo. A uno de los balcones se asoma un chaval, no tendrá más de catorce o quince años, vestido de época, como todos menos yo. Esta rodeado de señores mayores y no tan mayores, casi todos con mostachos enormes, exagerados. El chico empieza a hablar, pero con el rugido de la multitud no se le oye ni una palabra. Las personas a su lado le hacen pasar de nuevo al interior del edificio.

Impulsados no sé por qué fuerza, todos nos ponemos en marcha queriendo entrar en el Palacio. Detrás de los que primero entramos, a nuestra espalda, se empiezan a escuchar descargas, tiros acompasados por gritos, por aullidos, por quejidos. Quizás estúpidamente, me doy la vuelta y corro hacia la calle, hacia el origen de todo el follón, hacia los alaridos, los disparos y los lamentos. Al salir me encuentro en mitad de una batalla creada de repente: a mi izquierda, soldados cargando fusiles de avancarga, apuntando cuidadosamente antes de disparar, dando sablazos hacia todos los sitios, ensartando personas en sus ya sanguinolentas lanzas y picas; a mi derecha, paisanos corriendo en todas las direcciones, con muchísima más rabia que miedo en su mirada. Algunos, pocos, se enfrentan temerariamente con sus navajas o sus manos desnudas a las armas de fuego, a las largas cuchillas de las espadas y a las puntas afiladas de las garrochas.

Saltando entre los cadáveres, me pongo a correr medio agachado como más rápido puedo. Las piernas me queman y los pies me duelen, pero debo atravesar la explanada de la plaza para ponerme a cubierto. Dudo si dar la vuelta y entrar otra vez en Palacio, pero ya estoy más allá de la mitad de camino hacia las calles del centro.

En ese mismo instante siento un golpe seco en el hombro izquierdo. Me desestabiliza y caigo. La inercia me hace arrastrar dos o tres metros. Me duele el hombro, me duele mucho. Apenas puedo girarme sobre mí mismo y tumbarme boca arriba, de cara al cielo. Sólo veo el azul oscuro que cubre Madrid. Ni un pájaro, ni una nube. Pierdo fuerzas y ya no puedo ni mover los ojos. No oigo más que un pitido y la mirada se me está nublando.

Veo todo blanco. No oigo ni el pitido.

El blanco se ha convertido en negro. Ya no siento nada.

 

Lentamente, con esfuerzo, abro los ojos. Sigo tumbado boca arriba. Tengo frente a mí a un hombre mal encarado, con el pelo largo y mal recogido en una red cayendo sobre un hombro y con las patillas anchas que le llegan hasta la barbilla. Lleva puesto un extraño sombrero circular, como una boina abultada, que le viene pequeño. Sus cejas son pobladas, sus ojos pequeños y separados y su boca tiene un rictus cruel que de verdad da miedo.

Intento incorporarme pero no puedo: tengo el brazo izquierdo inmovilizado. El hombre me ayuda a sentarme. Me pregunta si soy gabacho por mi, a él se lo parece, extraños pantalones, que no son sino unos comunes vaqueros.Ofendido, le respondo que no, que soy español, madrileño y español. Me ofrece con una sonrisa oblicua su bota de vino e intento inútilmente agarrarla con las dos manos. Ahora me fijo: mi camisa hecha jirones la han usado como venda para mi hombro izquierdo y me atrapa el brazo. En su lugar llevo una camisola que en algún momento debió ser blanca con una larga abertura en el pecho desatada.

Usando sólo la diestra, bebo un trago de tintorro y me salpico todo por encima. El desconocido ríe y en ese momento nos interrumpe un grito: “¡Ya están aquí! ¡Ya llegan!”.

Rápidamente, mientras me levanto, hecho un vistazo. Sin duda estoy en la Puerta del Sol aunque ningún edificio es igual, incluso hay una o dos iglesias. Tampoco están los letreros publicitarios, el famoso de Tío Pepe, ni los cambistas o recreativos. La estatua de Carlos III ha desaparecido. No hay asfalto ni están las bocas de Metro, aunque sí está la fuente, pero más pequeña y con menos adornos Me dirijo detrás del individuo que acabo de conocer hacia el comienzo de la calle de Alcalá, donde hay una pequeña barricada hecha con muebles, bancos y paquetes de todo tipo, pero que no abarca toda la anchura de la vía. Allí hay hombres y mujeres de todas las edades e incluso algún que otro niño. Sin embargo, no veo ningún vestido o sombrero con apariencia de ser caro, ni joyas o modales refinados, afectados. Todos visten ropas humildes, más bien tirando a viejas y bastante sucias; tienen las manos ásperas, llenas de durezas e imperfecciones; ellos van sin afeitar y ellas mal peinadas, sin maquillar y con gesto que en ningún caso podría ser confundido con el de la dulzura o la suavidad.

Una vez en el destino me fijo a lo lejos, por encima del parapeto, y veo un montón de caballos girando hacia nosotros. Los montan soldados con turbante y ropas amplias, y a todos les brillan en las manos, desafiantes, las hojas de las cimitarras.

Todos en el grupo al que acabo de incorporarme observamos callados, aunque de cuando en cuando se oyen insultos a los jinetes y a sus madres, a su familia, a su país y a todo lo que se le ocurre a quien grita. También se oye, débil, un murmullo de oraciones y, unos antes, otros después, todos terminamos santiguándonos. A todas estas, mi amigo improvisado casi me obliga a coger una faca gigante, la más grande que he visto jamás, como de dos palmos de larga. No sé usarla, pero no la rechazo. Llueve algún que otro cascote sobre la tropa montada.

Suena la nota aguda de un clarín. Se me ponen los nervios a flor de piel. Los caballos aceleran el paso y el repiqueteo de los cascos rasga el silencio total en el que ahora estamos todos. Otra vez el clarín. Los relinchos resuenan en las paredes. Comienza el galope y los jinetes gritan como posesos. Se acercan rápidamente. Tengo miedo, estoy aterrorizado, pero algo dentro de mí impide que me plantee huir. Ya están al lado.

Como una enorme ola, la caballería deshace el pequeño dique formado por los paisanos. Entran en tropel, desbocados, en la Puerta del Sol. Todo a mi alrededor es confuso. Todos gritamos, superando así nuestro pánico. Algunos caballos ruedan por el suelo: mis acompañantes les rajan sin contemplaciones los tendones de las patas. Los civiles caen sobre los jinetes desmontados y, en grupo o en solitario, les apuñalan, les dan puñetazos, les patean, les muerden. En cuanto terminan con ellos, se levantan y saltan a por otro. Siguen entrando caballos al galope en la plaza: no deben ser menos de doscientos. Las monturas aplastan a quien encuentran en su camino y los soldados sablean a un lado y a otro. Mis compañeros usan navajas, cuchillos, estiletes o únicamente las manos. La tropa empieza a flaquear, han caído muchos. También hay bastantes cadáveres de paisanos repartidos por el suelo.

Otra vez el clarín. Vuelvo de nuevo mi vista a la calle Alcalá. Más caballos, pero esta vez es un grupo interminable. Más galope, más carga. Este embite coge a la improvisada milicia civil desprevenida. Caen bastantes en los primeros momentos pero los supervivientes, todavía muchos, redoblan el esfuerzo. Un niño salta hasta el estribo y clava una pequeña cheira de carpintero en el muslo de un jinete. Se suelta y, cuando termina de rodar por el suelo, se vuelve hacia otro cabalgante y vuelve a hacer lo mismo. Cualquier objeto punzante es bueno, la gente usa clavos, astillas e incluso agujas. No lejos de mí, una chiquita de unos dieciocho años, pequeña, esquiva las patas de los caballos y, una vez debajo de ellos, los destripa con unas tijeras de costura.

Muchísimos caballos y jinetes han sucumbido. Seguramente más paisanos también han muerto. Y siguen llegando refuerzos, esta vez  soldados a pie. Son cientos y cientos. Ya llenan la Puerta del Sol y sus armas ahora son de fuego. Disparan sin cesar sus pistolas y sus fusiles. Hacen mucha sangre, causan muchas bajas.

Los civiles, desbordados, empiezan a ceder. La gente se escabulle por las calles laterales llevándose, quien puede, heridos arrastrando. Los que quedan en la plaza mueren, son rematados por la caballería y la infantería. El miedo me vence, o puede ser que sea prudencia. Agarro a mi desconocido amigo, que tiene un sablazo en el vientre, y me lo llevo como buenamente puedo hacia la Plaza del Carmen.

Cuando llegamos veo que se nos han adelantado los jinetes y que ya ocupan la plaza. Rápidamente, entro con mi compañero en un portal. Me quedo helado: también hay caballos dentro, aunque no tienen jinete. Dejo a mi compadre sentado al lado del umbral y, pegado a la pared, paso más allá de los tres enormes animales. El trío de jinetes desmontados está ahí, delante de mí, a tres o cuatro metros. También llevan turbante y bombachos y camisolas bordadas y babuchas. Uno está atravesando con su espada curva a un anciano armado con un garrote. Los otros dos arrancan la ropa a una jovencita de alrededor de veinte años.

Ciego de ira, me desembarazo de mi camisa usada como venda, no siento ya dolor en el hombro. Me abalanzo sobre los tres soldados con la faca abierta. Al de la cimitarra lo apuñalo en el corazón. A los violadores les corto el cuello. Y todo sin proferir un grito, ni ellos ni yo. Mecánicamente, limpio el acero con la casaca de uno de los muertos, la cierro y la encajo entre el cinturón y el pantalón. Doy mi blusón a la chica y, sin decir una palabra, vuelvo a la entrada del portal.

Una vez en la calle, sigo corriendo hacia el norte con mi amigo en brazos. Al cabo de un rato, me doy cuenta de lo que he hecho: he matado a tres hombres como si nada. Siento un peso tremendo sobre mi pecho. Prefiero no pensar en eso, prefiero no pensar en nada. Noto un hilillo de sangre resbalando en mi costado izquierdo. Vuelvo a ver negro. Caigo al suelo.

Otra vez me despierto y otra vez estoy tirado en el suelo, esta vez boca abajo. Me duele todo, la cabeza, el pecho, las piernas, los brazos,... Siento un pinchazo casi insoportable en el hombro izquierdo e intento alcanzarlo con la mano opuesta. Toco una gruesa y áspera costra. Consigo recostarme y veo que a mi lado yace mi recién conocido amigo. Está muerto. Tiene los ojos muy abiertos, con expresión de sorpresa y, saliendo de la boca entornada, un borbotón de sangre medio coagulada. También tengo yo sangre reseca por la cara, especialmente la noto bajo la nariz, pero no hago nada por quitármela.

Lentamente, me incorporo y comienzo a andar recuperando poco a poco las fuerzas. Parece que el aumento de intensidad en la circulación calma el dolor y mitiga el cansancio. Tengo hambre.

No sé cuánto tiempo he estado inconsciente, pero el Sol ya está alto. Empiezo a vagar por lo que son calles desconocidas por mí. Siento impotencia: debería conocer donde estoy y sin embargo estoy totalmente perdido en el corazón de mi ciudad. Todas son calles estrechas y muy esquinadas, con tramos cortos y en absoluto simétricos. No hay nadie en la calle y todo está en silencio, a excepción del eco de un tumulto lejano. Voy hacia ese ruido.

Por el dédalo callejero me encuentro iglesias de las que no había oído hablar, y son los únicos sitios donde veo gente: señoras por lo general ancianas rezando muy devotamente el rosario. Me extraña no ver a ningún cura.

De repente, el barullo cada vez más cercano casi se apaga del todo. Siento urgencia en llegar a su altura y me pongo a correr en esa dirección. No tardo mucho en llegar a la altura de lo que parece un cuartel rodeado por un muro. Las paredes de la tapia están hechas de ladrillo y hay muchos muertos alrededor, en su gran mayoría militares con el mismo uniforme que los que vi en la Plaza de Oriente. Giro la esquina y me encuentro frente a la puerta del cuartel: un arco de medio punto con un simple forjado como adorno. Hay algún que otro boquete cercano al portón y muchísimos agujeros de bala, esquirla o metralla.

Un sacerdote está entre los cadáveres. Se acerca a mí y veo que lleva una pistola a la cintura. Me pregunta si soy español o gabacho. Le aclaro que no sólo español sino también madrileño. Me abraza y me acompaña hacia dentro del cuartel. El portalón tiene un cañón en medio y está repleto de gente. El patio es pequeño y está lleno de escombros y de paisanos portando armas de fuego. Se ve algún que otro soldado por aquí y por allá, pero casi todos los presentes son civiles. De repente, sale de un portalón un militar con algún entorchado y un uniforme de mejor aspecto que el de los soldados, aunque lo lleva roto. Una venda le rodea la cabeza tapando una herida de la que se ve la sangre empapada en la tela. Se dirige a mí y me pregunta si puedo mantenerme en pie. Le contesto que sí, que perfectamente y me impele a que coja un arma y alguna ropa para taparme el torso desnudo. Me dice con la voz desgarrada que me preste a luchar. “¡Por el Rey! ¡Por España!”, grita. Todos alrededor responden entusiasmados. Yo también.

Pocos momentos después, se oyen gritos desde el exterior del acuartelamiento. “¡Ya vuelven!”. Agarro un fusil de avancarga y voy, como todos, a coger posiciones a lo largo del perímetro del cuartel. Me coloco en una aspillera hecha por un cañonazo e intento imaginar cómo funciona el arma que tengo entre las manos. Mi compañero de tronera  me pregunta si sé usarla y, ante mi negativa, se vuelve y llama a su mujer. Ésta, una señora madura, me aprieta la mano y me lleva con ella y otras detrás de la línea de defensa. Me encarga repartir los fusiles cargados y recoger los disparados, llevarlos hasta allí para que ellas lo vuelvan a cargar, y repetir la secuencia las veces que haga falta.

Comienzan los disparos y empiezo a correr agachado trayendo y llevando fusiles. Veo al militar de la cabeza vendada y a otro con un uniforme muy parecido, también roto, ir por todos los sitios animando a todas y cada una de las personas. “¡Por el Rey! ¡Por España” gritan ambos de vez en cuando. También el sacerdote recorre la muchedumbre encendiendo el ánimo de la gente, dando bendiciones y disparando. Un poco más allá hay otro militar con galones en el uniforme que dispara, carga y dispara a una velocidad impresionante.

De repente, un estruendo enorme hace callar las armas durante un segundo. Duelen los oídos. Al instante siguen los disparos. Un momento después entran en el cuartel varias personas corriendo, algunos de uniforme y otros no. El de la cabeza vendada se dirige hacia ellos. Le dicen que los enemigos usan artillería de gran calibre y que han derrumbado parte del edificio donde  estaban. También le comunican la sugerencia hecha por los franceses de la rendición de los españoles. “Que Dios nos ampare” susurra el jefe. Inmediatamente grita todo lo alto que puede “¡Aquí no se rinde nadie! ¡A matar franceses!” y él mismo se pone a disparar. Todos aullamos como contestación. “¡Por el Rey!” chilla uno; “¡Por España!” remacha otro. “¡Por España!” respondemos todos. “¡Y por Dios!” añade el cura.

Vuelve a sonar el estruendo, esta vez más cercano. No oigo nada durante unos segundos, aunque veo como la mitad del muro se derrumba. Los cañonazos siguen sonando incesantemente. No se oye ni el sonido de los disparos de fusil. Repentinamente, paran. 

En los dos o tres segundos que reina el silencio sepulcral, echo un vistazo a un lado y otro. Han muerto muchos bajo el fuego de la artillería o los muros derrumbados. Hay una gran polvareda que no permite distinguir detalles más allá de cuatro o cinco metros. La mujer que me adoptó como ayudante está en el suelo, muerta: tiene la cabeza destrozada.

Empieza a oírse, fuera, un griterío que aumenta a cada instante de intensidad. Ya ha comenzado el asalto. Los de dentro también gritan. Sin saber muy bien lo que hago, abro mi navaja de nuevo y salto detrás de otros por un agujero en el muro hacia los franceses que vienen. En seguida, caen sobre mí varios soldados y me inmovilizan. Lejos, entre el bullicio, oigo chillidos, quejidos, gemidos y lamentos, pero ni una petición de clemencia. Intento revolverme, pero estoy inmóvil y me han tapado la boca y los ojos. Siento como me cogen en brazos y me llevan cada vez más lejos de aquel lugar de muerte.

Han pasado varias horas. Me quitan la mordaza y la venda sobre los ojos, aunque sigo atado de manos. Estoy en un salón muy elegantemente adornado. Se ve el anochecer desde los ventanales. Delante de mí veo un puñado de militares con uniformes limpios y brillantes repletos de cordones y bordados. El que está en el centro tiene el pelo rizado tapando toda la nuca y la frente. Lleva aros dorados en las orejas y todos están pendientes de él. Junto a mí hay tres paisanos más, dos hombres y una mujer, y un militar con el uniforme manchado de sangre. Uno de enfrente pregunta en francés y el soldado sucio traduce a un español casi ininteligible. Quieren saber a las órdenes de quién estamos, quién es nuestro jefe. No respondemos. Además, yo no sabría qué responder. Los franceses insisten, nosotros callamos. Nerviosos, vuelven a preguntar. Uno de mis compañeros responde: “¿Que a quién obedecemos? Al Rey”. Extrañados,  insisten: “¿Qué rey?”. “¡El Rey de España!” zanja mi improvisado camarada. Hacen varias preguntas más que no entiendo. Ninguno contesta. Nos echan a empujones de la sala, nos llevan escaleras abajo y nos sacan a la calle.

Estamos en el Palacio de Grimaldi, casi frente al Palacio Real. Un pelotón de soldados nos espera allí. Rodean a un grupo de paisanos al que nos unimos. A culatazos y gritos nos llevan cuesta abajo hacia un lugar sin luz alguna. Se oyen a lo lejos ruidos confusos de tiros y gritos. Cuando terminamos la bajada me doy cuenta de que allí se debería encontrar la Plaza de España y, simplemente, no está. A la derecha se adivina, a unos doscientos metros, el perfil de un cuartel. Nos hacen girar hacia la izquierda. Delante sólo tenemos un monte oscuro. Siento un escalofrío por el fresco de la noche.

Subimos un repecho y, una vez arriba, veo no muy lejos las luces suaves de varios faroles puestos en el suelo. Caminamos a trompicones hacia allá. Al llegar, observo con  horror como hay varios cadáveres amontonados ante una pequeña ladera. Frente a los muertos hay más soldados. Están cargando sus fusiles y saludan a nuestros captores. Ríen. Nos colocan de pie entre el espaldón y el piquete, sobre los cadáveres. Nos apuntan con los fusiles. Tengo miedo. Recuerdo las palabras del militar español de la venda en la cabeza: “Que Dios nos ampare”. Grito con toda mi alma “¡Por España!”. Suenan contundentes las descargas. Caigo.  

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