José Luis Orella. Conocí a D. Javier hace ya tres décadas, cuando su imponente figura se veía resaltada por su sotana, uno de los últimos en aquel Bilbao excesivamente politizado. D. Javier era un vasco de los de antes, de los que se hacían de una pieza, y se mantuvo siempre fiel a su vocación sacerdotal. Como sacerdote nunca huyó de los compromisos de la sociedad, como el de las víctimas del terrorismo, que demandaban su apoyo espiritual o el de las cofradías religiosas, que iniciaban la recuperación espiritual del viejo “botxo”. Por las tardes era fácil encontrarle, en la iglesia de San Nicolás del arenal bilbaíno, entrada a su famoso Casco Viejo, a la sombra del ascensor de Begoña. En el confesionario de la derecha, siempre se encontraba paciente a una amplia representación de demandantes de misericordia. Señoras bien de Recalde; jubilados de los jardines del Arenal; jóvenes en busca de alguien, que hablase de Dios y no de la revolución del pueblo. Allí se encontraba para todos, con su verbo paternal y un consejo inspirado en Dios.