Análisis sobre la reforma de las pensiones
A la vista de la reforma del sistema de pensiones propuesta (seguramente impuesta) por el Gobierno, es difícil entender qué pregunta se planteó el ministro Escrivá para contestarse y quedarse satisfecho con la pirotecnia tecnocrática de medidas que se nos dan a conocer a los impactados. Entiéndase por impactados a los pensionistas presentes y futuros y a los cotizantes presentes y futuros, es decir, aproximadamente los 45 millones de personas que vivimos en este país, otrora unido en torno a un concepto de nación. Lo lógico, lo que desde una posición responsable cabía esperar, era algo así: ¿cómo logramos revertir, a corto, medio y largo plazo, el déficit estructural, creciente e inasumible del sistema en España garantizando la suficiencia de las pensiones que reciben y recibiremos todos los españoles? No es ésta una pregunta de fácil respuesta. No lo es por la combinación de restricciones que se dan cita en cualquier decisión en este ámbito.
Contamos con una restricción demográfica, tanto por la baja natalidad como por la mayor longevidad, que por pura matemática hace que cada vez sean menos los que sufragan el gasto por jubilación de cada vez más españoles. Conviene recordar en este punto que España cuenta hoy con uno de los sistemas de pensiones más generosos de nuestro entorno si, por ejemplo, tenemos en cuenta la cuantía de la pensión puesta en relación con el último salario recibido antes de la jubilación, la conocida como tasa de reemplazo. Contamos también con la restricción que nos impone el diseño de nuestro sistema de bienestar que padece un creciente desequilibrio entre derechos y deberes. Mientras que en otros países este sistema es un seguro para cubrir contingencias previstas como la jubilación o imprevistas como el paro o los accidentes, en nuestro país hemos optado por un sistema garantista al que prácticamente le exigimos que nos garantice la felicidad sin reparar en los costes implícitos. Contamos igualmente con lo que podríamos llamar la restricción de fuente, seguramente la más importante. Los ingresos del sistema y, por tanto, su sostenibilidad a largo plazo, están directamente relacionados con el empleo, con su cantidad y con el valor añadido del mismo. En consecuencia, la productividad de nuestras empresas y de la economía en general, hoy una de las más bajas de la Unión Europea, se convierten en una variable clave para alcanzar niveles de crecimiento a largo plazo que permitan garantizar pensiones suficientes. Y finalmente, nos guste o no, contamos con una restricción, más bien distorsión, del funcionamiento democrático que se resume en que España cuenta hoy con 9 millones de votantes pensionistas (y subiendo) y 8 millones de menores de 18 años (y bajando) que no votan, pero cuyo futuro estamos ordenando y solidificando puesto que, en las próximas décadas, serán los que tengan que sufragar el gasto del sistema. Quizás por eso se ideó el Pacto de Toledo como un instrumento que compensara la evidente tentación política de satisfacer las demandas a corto plazo de los actuales pensionistas a cambio de granjearse cuatro años “pisando moqueta institucional”.
Teniendo en cuenta lo anterior, la reforma presentada es sencillamente un despropósito, que finge solucionar el problema a treinta años vista cimentado sobre las urgencias de un Gobierno con innumerables hipotecas internas y externas.
Para empezar, la reforma es manifiestamente insuficiente. De lograrse el incremento de recaudación –15.000 millones de euros anuales– que incluye, éste no sería capaz de compensar el incremento de pensionistas, la cuantía de las pensiones, la indexación de las pensiones a la inflación y las nuevas de medidas de incremento de gasto que incorpora la reforma en relación con las pensiones no contributivas o las contributivas más bajas. Sirva como ejemplo que el incremento del 8,5% en este año para compensar la inflación del año pasado ha supuesto un incremento de unos 14.000 millones que además se consolidan en la base del sistema para el cálculo de los próximos años.
Pero lo verdaderamente preocupante es el impacto de la reforma en el funcionamiento general de la economía y, por ende, en las posibilidades reales de alcanzar ese voluntarista incremento de los ingresos del sistema. La reforma se concentra, una vez más, en un aumento de ingresos sin una sola mención al control del gasto que, más al contrario, incluso se incrementa notablemente. Una vez más, los nuevos ingresos recaen sobre las empresas y los autónomos, es decir, sobre las fuentes de creación de riqueza y empleo además del impacto sobre el conjunto de los asalariados. Revestida de grandes palabras como “cuota de solidaridad” o “mecanismos de equidad intergeneracional”, la reforma impone nuevos impuestos al empleo en forma de subida de las cotizaciones sociales, que ya son las más altas de la OCDE, lo que supone un desincentivo a la contratación y, por ende, añade muchas dudas sobre la capacidad que generan esos nuevos ingresos que, según el Gobierno, equilibrarán el sistema. No existe ni una sola mención a la responsabilidad individual, nada que sugiera que todos, en buena parte, deberíamos ser como poco corresponsables de nuestro futuro lo que debería generar esquemas de incentivos para el ahorro a largo plazo o el desarrollo de planes de pensiones privados. Más bien al contrario, se vuelve a penalizar a los salarios más altos –siendo el Gobierno el que define quienes son “los ricos”– como si esos salarios incorporaran un componente de injusticia social, como si detrás de esos salarios no existiera el esfuerzo de muchos años y un mayor valor añadido que los justifique. Una reforma simplista que podría haber sido diseñada por un estudiante de bachiller: si tenemos un problema de déficit pues aumentemos los ingresos más que los gastos. Así de simple, sin tener en cuenta los múltiples impactos directos e indirectos que eso comporta sobre nuestro sistema de bienestar.
Desde el punto de vista formal, pocas sorpresas. El “ordeno y mando” al que nos tiene acostumbrado el Gobierno. En el que seguramente sea el elemento más crítico de la sostenibilidad del futuro común, se elabora una reforma en la más absoluta opacidad, se hurta el debate y se impone por decreto bajo el argumento de las prisas impuestas por ese ente burocrático y pseudodemocrático que es la Comisión Europea. El papel de la Comisión Europea y su responsabilidad en esta y otras reformas queda para otro análisis, pero estaría bien saber cuáles eran los objetivos perseguidos por esta institución sancionadora cuando exige una reforma de este calado. Para empezar, curiosa reforma esta que prevé desplegarse en décadas en cuya elaboración la alternativa de Gobierno, el Partido Popular ha sido excluido.
En definitiva, de todas las restricciones con las que cuenta un decisor político a la hora de elaborar una reforma del sistema de pensiones, el Gobierno sólo ha atendido la puramente electoral. La pregunta que ha contestado el ministro Escrivá con la propuesta se aproxima mucho a ¿qué puedo hacer para no perder las elecciones como le ocurrió a Zapatero? La respuesta es una reforma cargada de recortes a la competitividad empresarial, a las oportunidades de empleo, al futuro de los jóvenes. Una reforma que salva los muebles del Gobierno a muy corto plazo y aumenta mucho el riesgo de quiebra del sistema a futuro.