Ante la muerte, qué preferiría
Joaquín Jaubert. 29 de agosto.
Durante cinco años desarrollé parte de mi labor pastoral en un hospital de grandes dimensiones. Fueron miles los enfermos, accidentados y ancianos que tuve la oportunidad de tratar, fundamentalmente, en el ámbito de lo espiritual. Jamás me hallé frente a un hospitalizado que se negara a escucharme y, siempre, con atención. Los únicos obstáculos, en contadas ocasiones, fueron interpuestos por familiares que, sea dicho de paso, sorteé aprovechando la ausencia de los mismos para alegría de los propios enfermos, algunos de los cuales ya eran conscientes del término de su vida en este mundo. No recuerdo ninguno que no quedara en paz tras dialogar sobre la verdad católica de la vida eterna y, en la mayoría de los casos recibir los sacramentos. Incluso, recuerdo algunas conversiones de una mormona, un musulmán, un hindú, algún testigo de Jehová y, por supuesto, de muchos bautizados alejados por años de la vivencia de la Fe católica.
Cuando, en estos días pasados, meditaba sobre todo lo dicho en los medios de comunicación social sobre el reciente accidente aéreo no dejaba de preguntarme si, a los ojos observantes del pueblo estupefacto, la misión de la Iglesia y, en especial, de los sacerdotes quedaría reducida a la celebración de los funerales, por otra parte protestados por algún pequeño grupo religioso que desea más cuota de audiencia. El trabajo loable y admirable de todos los que intervinieron en la ayuda de heridos y familiares de éstos y de los correspondientes a los accidentados difuntos ha sido reconocido por toda la sociedad. Especialmente, me he fijado en la importancia dada a los psicólogos que, sin duda, la tienen. Supongo que cerca habría un buen número de clero pero no recibí información sobre la actuación del mismo. En cualquier caso, pensaba como recordé en el primer párrafo de este artículo, mi experiencia en el hospital y lo que, en gran número, deseaban escuchar los que atravesaban un doloroso trance.
Como resulta que lo que aquellos que atendí meditaron en lo que a mí me gustaría que me dijeran en situaciones o estados similares a los expuestos, resumo que todo queda inmerso en lo que el catecismo católico presenta como los novísimos. Incluso, recuerdo lo que les gustaba, y agradecían que les leyera, los textos del citado catecismo lógicamente en la versión resumida o en los que ellos, si pasaban de cierta edad, habían aprendido de pequeños en el Astete o en el Ripalda.
Desgranábamos los artículos de fe sobre el sentido de la muerte cristiana, la misericordiosa justicia de Dios, sobre el juicio particular, el cielo, el regalo del purgatorio, el infierno a evitar con facilidad porque deseamos morir en gracia y amistad de Dios, la resurrección de la carne, el juicio final, los tres estados de la Iglesia con la trascendencia de comprender la comunión con los santos y los difuntos y la importancia de la oración para manifestar ese amor de la única familia de Dios. La esperanza, virtud teologal, aparecía reflejada en los rostros de muchos que empezaban a aceptar la vida eterna como una realidad, algunas veces olvidada en medio de la vorágine de nuestro modo de vivir estresante. Ciertamente, aún con muy buena voluntad, sin la Fe no podemos dar respuestas a demasiadas preguntas que nos hacemos ante el misterio de la muerte. Dejemos que los que así lo desean puedan dialogar sobre lo que a ella concierne y que no se reduzca su meditación sólo al breve rito de las exequias, en las que unos ya no están, pues para ellos se celebran, y otros no están en condiciones por razones comprensibles.