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Diario YA


 

Carta del Prelado del Opus Dei

Ante nuestros errores y las contrariedades del día a día, el Prelado del Opus Dei aconseja acercarse a la Virgen

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Comienza otro mes rico en fiestas de la Santísima Virgen que, como siempre, colman de gozo el corazón de los que nos sabemos hijos suyos. Para mí, además, conserva especiales remembranzas porque fue un 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, cuando pedí la admisión en el Opus Dei. Siempre he considerado que se trató —como es el caso de todos— de una caricia de nuestra Madre en su fiesta.

En una ocasión, al comentar la llamada de los Reyes Magos, que avanzan hacia Belén conducidos por una estrella, nuestro Padre aseguraba: es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso íntimo de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino. Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria —y no sólo posible— la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales...[1].

San Bernardo, cantor apasionado de María, lo expuso admirablemente en uno de sus sermones dedicados a la Virgen. «Quita el sol que ilumina al mundo —escribía—, ¿cómo podrá haber día? Quita a María, esta estrella del mar, de un mar sin duda grande y espacioso, ¿y qué restará sino oscuridad que todo lo ofusque, sombra de muerte y densísimas tinieblas? Con todo lo íntimo, pues, de nuestra alma, con todos los afectos de nuestro corazón y con todos los sentimientos y deseos de nuestra voluntad, veneremos a María, porque ésta es la Voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María»[2].

La tradición espiritual ha llamado a María Omnipotencia Suplicante, porque lo que Ella pide a su Hijo se nos concede infaliblemente. Nuestra Señora conoce muy bien lo que sirve para la gloria de Dios y provecho espiritual nuestro, y precisamente invoca eso para nosotros. Recurramos, por tanto, con mucha confianza y de modo más intenso a su intercesión en este mes que —como os señalaba— está constelado de celebraciones marianas. De cada una de esas fechas podemos sacar —como la abeja de las diversas flores— los ingredientes para fabricar, con la ayuda de Dios, esa miel, ese alimento espiritual que —como hijos pequeños— todos precisamos. Nos anima nuestra misma Madre, con palabras inspiradas que la liturgia pone en su boca: Yo soy la Madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad; en mí, toda esperanza de vida y de fuerza. Venid a mí cuantos me anheláis, y saciaos de mis frutos. Que mi recuerdo es más dulce que la miel, y el poseerme, más dulce que el panal[3].

Ante tan gran tesoro, preguntémonos si nos dirigimos con frecuencia a nuestra Madre durante la jornada, en las necesidades grandes y en las pequeñas. ¿Viene a nuestro corazón y a nuestros labios aquella tierna invocación —¡Madre, Madre mía!— que brotaba con continuidad de los labios de nuestro Padre? ¿La llamamos con la urgencia y el abandono del hijo que requiere los cuidados maternales?

La primera fiesta mariana del mes es la Natividad de la Virgen, el 8 de septiembre. Muchas veces habremos considerado que, con el nacimiento de María, comenzó a alborear en la tierra el día de la salvación, porque de Ella ortus est sol iustitiæ, Christus Deus noster, nació Cristo, sol de justicia, nuestro Dios y Salvador[4]. Los profetas habían entrevisto esa jornada memorable, y la Iglesia lo subraya al elegir como primera lectura de la Misa un pasaje de Miqueas sobre Belén, la ciudad donde había de nacer el Mesías. El oráculo —comenta Benedicto XVI— dice que será descendiente del rey David, procedente de Belén como Él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues "sus orígenes son de antigüedad", se pierden en los tiempos más lejanos, confinan con la eternidad; su grandeza llegará "hasta los últimos confines de la tierra", y así serán también los confines de la paz (cfr. Mi 5, 1-4)[5]. Y concluye el Papa: para definir la venida del "Consagrado del Señor", que marcará el inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión enigmática: "Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5, 2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el del Mesías, Hijo de David[6].

En las arcanas palabras de Miqueas se entrevé una alusión a la profecía de Isaías, que el Evangelio aplica a María: ecce, virgo concipiet et pariet filium et vocabit nomen eius Emmanuel[7]; he aquí que una Virgen concebirá y dará a luz un hijo, que será llamado Enmanuel; palabras que se cumplieron en el momento de la Anunciación, cuando el Verbo divino tomó carne en las entrañas purísimas de Nuestra Señora, por obra del Espíritu Santo.

La lectura evangélica nos propone el largo pasaje de la genealogía de Jesús según San Mateo, para concluir con el anuncio de la concepción del Señor. Presenta la historia de Israel desde Abrahán como una peregrinación que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por caminos largos, conduce en definitiva a Cristo[8]. En ese largo elenco de personajes del Antiguo Testamento, junto a hombres y mujeres que se mostraron fieles a Dios, no faltan otros que no se comportaron así. Aparecen los grandes Patriarcas —Abrahán, Isaac y Jacob—, que respondieron lealmente a los requerimientos divinos, y también figuran caudillos, reyes y gente común que se condujeron como grandes pecadores. Algunos de éstos se arrepintieron, otros no. Y lo mismo entre las mujeres: junto a Rut, amada de Dios, se mencionan otras que le ofendieron. Benedicto XVI subraya que la genealogía, con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto con los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia Él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo[9].

Era una de las enseñanzas que San Josemaría invitaba a sacar de este pasaje. Nos hacía notar que ciertamente los evangelistas no pudieron escribir todo lo que sabían de Jesucristo, porque hubieran necesitado muchos tomos para recoger exhaustivamente las palabras y los hechos de su vida. Sin embargo, entre las escenas que seleccionaron, no faltan sucesos peyorativos para los mismos Apóstoles. Pero todos encierran una enseñanza[10]. Y concretaba: volviendo de nuevo a meternos en la genealogía de Jesucristo, encontramos hombres y mujeres —antepasados de José y de María— que a veces no fueron un modelo. Con esa lección, seguro que la Madre de Dios quiere que consideremos que Ella, siendo toda limpia —¡Inmaculada!—, nos acepta con nuestras manchas. Y cuando nos acercamos a Ella y a Jesús, con la conciencia limpia, con la voluntad llena de buenos deseos, entonces todo lo pasado no cuenta. Podemos rehacer nuestra vida, y para eso a lo largo de la jornada habremos de rectificar el rumbo más de una vez[11].

Son pensamientos que, en este Año sacerdotal, invitan a fomentar —también entre los confesores— un amplio apostolado para difundir la necesidad del sacramento de la Reconciliación y dar gracias por este medio de alcanzar el perdón de los pecados, que el Señor ha entregado a la Iglesia. Estas consideraciones, además, nos llenan de optimismo y de serenidad, porque nos ayudan a caer en la cuenta de que Dios no se cansa de nuestras flaquezas, aunque no las quiere. Ni nuestros pecados, ni nuestros defectos, cuando nos dolemos de esas deficiencias y pedimos perdón, acudiendo si es necesario al sacramento de la Penitencia, podrán apartarnos de Él. El Señor desea atraernos constantemente a su amor mediante la misericordia.

Quiero que vosotros y yo —repito con palabras de San Josemaría— tengamos esa visión de lucha; que no perdamos nunca de vista que en la vida interior es necesario pelear sin desánimo; que no nos desalentemos cuando al intentar servir a Dios, no una vez sino muchas, tengamos que rectificar[12].

Cuatro días después de la Natividad, el 12 de septiembre, se celebra la fiesta del Dulce Nombre de María. ¡Qué alegría sentimos al llamar a la Madre nuestra por su nombre! Siempre hemos de llevarlo en el corazón y en los labios, pero especialmente cuando el alma se encuentra zarandeada por los vientos de las tentaciones y de las dificultades, que el Señor puede permitir para fomentar nuestra humildad y para despertar nuestra confianza total en su omnipotencia.

En esos momentos de prueba, quizá asome cierta desesperanza e incluso disminuya el afán de seguir luchando; entonces hemos de mirar con mayor interés, perseverantemente, a la Stella maris, a la Virgen María. Escuchemos de nuevo a San Bernardo, en un texto universalmente conocido: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si le ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente a puerto, si Ella te ampara. Y así experimentarás en ti mismo con cuánta razón se dijo: y el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 27)»[13].

Con el poderoso auxilio de la Virgen, seremos siempre vencedores, aunque a veces experimentemos la derrota en las escaramuzas de la pelea diaria. María está pendiente sin tregua de nosotros, y cuando oiga su nombre en nuestros labios nos atenderá enseguida para protegernos. ¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha[14].

La Virgen junto a la Cruz, el 15 de septiembre, nos habla del valor del sacrificio escondido y silencioso. Admiremos y meditemos su reciedumbre a la hora del sufrimiento y del dolor. Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo[15]. ¿Aprenderemos así, hijas e hijos míos, que la fortaleza de perseverar junto a la Cruz —junto a Cristo en la Cruz— es condición y garantía de abundantes frutos sobrenaturales? El recuerdo de la actitud de Nuestra Señora ha de servirnos para rectificar a la hora del padecimiento físico o moral, incluso cuando un conato de rebeldía pugne por abrirse paso en el fondo del alma. Os invito a renovar entonces el mismo razonamiento que formulaba tantas veces nuestro Padre, y que le ayudó a llevar a término la misión que Dios le había confiado: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero![16].

Además, ¿cómo no recordar en ese día al queridísimo don Álvaro? Invoquemos su intercesión en este nuevo aniversario de su nombramiento como primer sucesor de nuestro Padre, para que nos alcance de Dios la serenidad, la paz del alma que en todo momento difundía a su alrededor, muy especialmente en los momentos de tensión o dificultad.

Por fin, el 24 de septiembre nos trae la memoria litúrgica de Nuestra Señora de La Merced, cuya advocación sirvió a San Josemaría en tiempos cruciales de la historia de la Obra, seguro de que Ella se ocuparía de obtener las gracias, las mercedes, que necesitaba para mejor servir a las almas. Pidámosle también nosotros, bajo ese título tan maternal, los dones sobrenaturales que ahora precisan la Iglesia y esta partecica de la Iglesia que es el Opus Dei, e igualmente cada una y cada uno de nosotros. No nos olvidemos de rogar porfiadamente en este Año sacerdotal —insisto de intento— por las vocaciones sacerdotales, por la santidad de todos los ministros sagrados.

Dentro de esta oración, reservad un lugar especial a los hermanos vuestros Agregados a los que conferiré la ordenación presbiteral en Torreciudad, el 6 de septiembre. Y, como os recuerdo todos los meses, tened muy presente en vuestra plegaria cotidiana al Papa y a todos sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia. Recemos con mayor fervor el Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, que elevamos todos los días al Cielo en nuestras Preces[17]. Acompañémosle, de modo particular, durante el viaje que piensa realizar a la República Checa, del 26 al 28 de este mes.

Ante la imagen de Nuestra Señora de la Providencia, en Puerto Rico, y ante la de Guadalupe, en México, he rezado con todas y con todos. También pude —pudimos— detenernos junto al tríptico de la Catedral de Colonia, donde San Josemaría celebró bastantes veces la Santa Misa y dio gracias por el Sacrificio del Calvario, adorando al Señor y asiéndose fuertemente de la mano de la Omnipotencia Suplicante, nuestra Madre Santa María.

Hijas e hijos míos, en los países donde trabajamos apostólicamente, nos espera una abundante y gozosa labor de almas. Por eso, deseo comunicaros que el pasado 15 de agosto, al renovar la consagración del Opus Dei al Corazón dulcísimo de la Virgen, he manifestado a nuestra Madre que deseamos hacer propia la plegaria de San Josemaría, en Loreto, en 1951, para que el celo por la humanidad entera nos consuma a diario.

Con el mejor cariño, os bendice

                                        vuestro Padre

                                        + Javier