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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

Apoliticismo

Manuel Parra Celaya.  Dice ese maestro de periodistas que es Enrique de Aguinaga que él está cada día más cerca de la teología que de la política; creo entender, como humilde discípulo, que Enrique, a la sazón nonagenario envidiable, tiende cada día más a interesarse por las cosas decisivas y eternas que por las anecdóticas y temporales; también le podría suponer a la afirmación un significado menos trascendente, y es que él, que ya ha conocido tres regímenes y ha podido comprobar la miseria y la grandeza humanas (por este orden), está un poco de vuelta de todo y ya no compra duros a cuatro pesetas, tengan el envoltorio que se quiera. Lo que no es, en modo alguno, Aguinaga es un apolítico, a fuer de español consciente, enamorado de esa Dulcinea llamada España –que no se parece en nada a Aldonza Lorenzo- y hombre de honor y lealtad, palabras que a lo mejor desaparecen de la próxima edición del diccionario de la RAE por ser puros anacronismos en el mundo que nos ha tocado vivir.

      Por mi parte, ya sexagenario (aunque no me lo crea del todo), cada día procuro más seguir aquel consejo que se atribuye a Franco en conversación con Fraga: “Haga como yo y no se meta en política”. Así, con mis pequeñas y humildes incursiones en el plano teológico, desarrollo más lo que podría denominarse metapolítica, en desdoro de la menuda, y a menudo sucia, política con minúscula, la que acapara las portadas de los periódicos al uso.
 
      Posiblemente, en esta razón radica mi desprecio más absoluto por el fútbol, en el que (por lo menos, en mi región catalana) lo demagógicamente político predomina sobre lo estrictamente deportivo; si añadimos el ingrediente de ser un negocio y no una actividad de ocio (nec-otium frente a otium, que decían nuestros antepasados de toga viril) y  constituirse en espectáculo de masas aullantes, razones sobradas encontrará el lector para comprender mi aversión a la pelota.
 
     Volviendo a la matización entre política y matapolítica, no fue estrictamente así en otras épocas más juveniles, cuando empecé a formarme políticamente y me entusiasmaba la polémica con mis iguales en edad y circunstancias y con mis mayores, que reconozco que a veces tendrían que hacer verdaderos esfuerzos para aguantarme. Claro que mi formación se sustentaba en ideales, en valores, que intentaba plasmar en hechos concretos de la época. Muchos de mis maestros de entonces (a Dios gracias, no todos ni mucho menos) hacían gala de fidelidades inalterables, y el tiempo y el devenir histórico probó la fragilidad del ser humano en cuanto a dicha inalterabilidad (panta rei, que decía el filósofo). De forma que mantuve a machamartillo mis ideales y valores, bajó en  varios grados mi estima por el ser humano e hice una españolísima higa a los varones que antaño pontificaban sobre mi mente juvenil. 
 
    Mi entusiasmo por la política (con minúscula) solo renace cuando vislumbro algo de honradez en ese campo o cuando tengo ocasión de admirar que las grandes afirmaciones no son cosa de un día, sino que se mantienen caiga lo que caiga. Algo por el estilo me ha ocurrido cuando he votado a Albert Rivera y a sus “Ciudadanos”, a pesar de que discrepo cordialmente de su ideología liberal de fondo; no obstante, su defensa a ultranza de la unidad de España, sin concesiones a la galería ni promesas de pactos y enjuagues con los enemigos de ella, me empujó a darle mi confianza; cuando me enteré de que casi 275.000 catalanes habían coincidido conmigo en esa apreciación, me pareció que un soplo de aire fresco entraba en la política autonómica, de la mano de los nueve diputados de esa formación. 
 
     La militancia política estricta pasó de largo para mí en los momentos de la Transición; el juego estúpido de siglas con variantes, los diversos “viriatos” que surgían por doquier sin darse cuenta de que los romanos estaban enfrente, me fue haciendo desistir de “pasar por ventanilla”. Mis valores e ideales permanecieron incólumes, pero no admití desde entonces más jefe que mi conciencia.
 
    Ahora veo a mis alumnos y a otros jóvenes  -entre ellos, mis propios hijos- a quienes la política resbala; unos pueden calificarse de pasotas, otros, sencillamente de desconfiados; cuento entre ellos algún indignado que otro; ni que tiene que decir que comparto los motivos de su indignación, pero no así la coreografía estúpida que la acompaña, hija de la misma política (con minúsculas) que detesto. Prefiero contribuir a formarles en  principios, ideas y valores, pero creo que nunca me atreveré a aconsejarles el paso al frente en forma de militancia. Tendría que ocurrir un milagro.
 
    Pero, no sé si se lo dicho alguna vez, en el fondo creo en los milagros. La cuestión es que España necesita jóvenes que se interesen por la Política. (Y, ahora sí, por favor, con mayúsculas).