Ideas Claras
Antonio Orozco-Delclós. “Con-versar” equivale a versar juntos sobre un mismo tema, asunto o argumento. La conversación -el diálogo- es de dos, o más. Pero juntos y sobre una misma cosa. Si hay dos o más hablando de cosas distintas ya no estamos en una conversación ni en un diálogo, sino quizá en una olla de grillos, o tal vez, más probablemente, como con su habitual buen humor señala José Luis Olaizola, estemos metidos en una tertulia de españoles.
En estos tiempos que corren suele suceder que o reúnes o te reúnen. La reunión es un deber frecuente. Y esto es muy bueno cuando de veras la reunión es lo que su nombre parece indicar: “re-unir”, unir de nuevo -es de suponer- para estar más unidos que antes. No siempre, sin embargo, se incrementa la unidad en las reuniones, incluso las pensadas para estrechar vínculos, enriquecer ideas, comprender un poco más a los otros, cooperar al bien común de la sociedad.
¿Por qué esos fracasos, al menos aparentes? No siempre, o casi nunca se debe a complejidad de los problemas que se debaten. Tengo para mí que casi siempre o muchas veces se debe a la complejidad de las conciencias.
El orgullo fue la causa de la confusión que se produjo en Babel. Juan Pablo II afirmaba que estamos en una civilización babélica. A menudo no nos entendemos, aun exponiendo ideas muy simples. Oscar Wilde decía -muy suyamente- que a ingleses y norteamericanos una misma lengua los separaba. Hablamos en el mismo idioma de cosas sencillas, y sin embargo a veces no nos entendemos. ¿Por qué?
En su divertido -pero serio- libro “Lo malo de lo bueno”, Paul Watzlawick aporta una posible respuesta: precisamente la misma lengua produce la impresión de que el otro tiene que ver la realidad evidentemente “tal como es, es decir, tal como yo la veo”. Y si sucede que no lo ve así, entonces es que está loco o es un malévolo.
También ofrece Watzlawick el ejemplo histórico contado por John Locke en su “Ensayo sobre el entendimiento humano”: En una reunión de médicos ingleses muy eruditos se discutió durante largo tiempo si en el sistema nervioso fluye algún “liquor”. Las opiniones divergían, se pusieron los argumentos más diversos y parecía imposible de todo punto llegar a un consenso. Entonces Locke pidió la palabra y preguntó si todos sabían con exactitud lo que entendían por la palabra “liquor”. La primera impresión fue de sorpresa: ninguno de los asistentes creía no saber en detalle lo que se estaba debatiendo y tomaron la pregunta de Locke casi por frívola. Pero al fin se aceptó la propuesta, se entretuvieron en fijar la definición del término, y pronto cayeron en la cuenta de que el debate había pasado a versar sobre el significado de la palabra. Unos entendían por “liquor” un líquido real (como agua o sangre) y por esto negaban que en los nervios fluyera algo así. Otros interpretaban la palabra en el sentido de fluido (de una energía, cosa parecida a la electricidad) y en consecuencia estaban convencidos de que por los nervios fluye un “liquor”. Se explicaron las dos definiciones, convinieron en elegir la segunda y en breve tiempo finalizó el debate con un acuerdo unánime.
También Paul Watzlawick recuerda la técnica de Anatol Raport para solucionar problemas: en caso de conflicto, en vez de que cada partido dé su propia definición del problema, el partido “A” debe exponer de un modo exacto y detallado la opinión del partido “B”, hasta que éste (B) acepte la exposición y la declare correcta. Después, el partido “B” ha de definir la opinión de “A” de un modo que resulte satisfactorio a éste (A). Dice Watzlawick que aplicando esta técnica sucede no pocas veces que una de las dos partes en litigio diga asombrada a la otra: “Nunca hubiese pensado que usted pensara que yo pienso así”.
El método quizá parezca lento. Pero ¿es más eficaz discutir sin saber exactamente cuál es el objeto del que se está hablando? ¿No convendría reimplantar los antiguos estudios de Dialéctica, en el sentido clásico de la palabra, como arte de discurrir o argumentar correctamente?
Quizá sea verdadero todavía el diagóstico de Eugenio d”Ors: “la más grande limitación de la gente hispana estriba en algo vergonzoso, en algo que es, por definición, un vicio de esclavo: en la incapacidad específica para el ejercicio de la amistad”. A ella se le añade un corolario -que de la misma enfermedad se deriva- y que llama “una suerte de trágica ineptitud para el diálogo”.
UN EJEMPLO A IMITAR (SUCEDIDO EN LA CARCEL MODELO DE MADRID)
Por contraste con nuestro ancestral proceder, es significativo el episodio sucedido entre los años 1932 y 1933 en la Cárcel Modelo de Madrid. Allá habían ido a parar jóvenes “rebeldes” del intento de sublevación militar del 1º de agosto de 1932, protagonizada en Sevilla por el general Sanjurjo. En enero de 1933 fueron ingresados en la misma cárcel algunos anarcosindicalistas pertenecientes a unos grupos que habían asesinado a varios guardiaciviles.
A unos y a otros les hicieron compartir el mismo patio, cosa que disgustó profundamente a los primeros, que mantuvieron con los recién llegados una agresiva distancia. Cuenta Peter Berglar, en su interesante biografía “Opus Dei. Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer” (pp. 133-134), que el beato Josemaría iba a visitar con frecuencia a aquellos jóvenes -sin que le preocupara “significarse” y ser fichado por la policía-; conversaba con ellos, en grupos o más personalmente y en el sacramento de la penitencia, siempre a través de la reja del locutorio de presos políticos, sin hacer distinción entre personas “de derechas” y “de izquierdas”. “En contra de las tendencias reinantes -dice el historiador- que pretendían obligar “en conciencia” a todos los católicos a apoyar un determinado partido, ponía de relieve que también los católicos tienen derecho a la libertad política, siempre y cuando permanezcan fieles a la doctrina de la Iglesia” (Ibid., p. 134)
Pues bien, como consecuencia de estas conversaciones, unos y otros decidieron jugar al fútbol juntos, en equipos “mixtos”, “y jugar con ilusión y con corrección, lo que, desde el punto de vista humano, daría mejores resultados que largas discusiones en un ambiente de disputa” (Ibid., p. 134).
Era vivir a la letra el punto 953 de Forja: “Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad, cuando advierte la urgencia de anunciar la Buen Nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que -como enseña el Apóstol- ha de hacerse “todo para todos, para salvarlos a todos”".
“La propaganda cristiana no necesita provocar antagonismos, ni maltratar a los que no conocen nuestra doctrina. Si se procede con caridad -”caritas omnia suffert!”, el amor lo soporta todo-, quien era contrario, defraudado de su error, sincera y delicadamente puede acabar comprometiéndose. -Sin embargo, no caben cesiones en el dogma, en nombre de una ingenua “amplitud de criterio”, porque, quien así actuara, se expondría a quedarse fuera de la Iglesia: y, en lugar de lograr el bien para otros, se haría daño a sí mismo” (Surco 939). “No se puede ceder en lo que es de fe: pero no olvides que, para decir la verdad, no hace falta maltratar a nadie” (Forja 959). “El error no sólo oscurece la inteligencia, sino que divide las voluntades. -En cambio, “veritas liberabit vos” -la verdad os librará de las banderías que agostan la caridad” (Surco 842).
Los defectos nunca son un timbre de gloria o una manifestación de “personalidad”. Al revés, son manifestación de una personalidad defectuosa o deficiente. Por eso me parece que ganamos mucho cuando vamos desprendiéndonos de la arrogancia de postura o de la intemperancia de lengua, que si bien nos han llegado con la herencia, podemos vencer con nuestra personal libertad y la ayuda de Dios, que nunca falta.