Miguel Massanet Bosch
Juan Jacobo Rouseau, en su Contrato Social nos legó lo siguiente: “Una previsión muy necesaria es saber que no se puede prever todo”. Y este pensamiento, con toda seguridad, sería aplicable a los padres de nuestra Constitución de 1.978; cuando trataron el espinoso tema de la división del territorio español en autonomías, en sustitución de las antiguas regiones tradicionales, en las que había estado dividida España. Es posible que, por aquel entonces, existieran otros problemas relacionados con la transición que hicieran que se diera prevalencia a la idea de darles más autonomía a los gobiernos regionales para, de este modo, conceder a los larvados sentimientos nacionalistas de algunas partes del país, la sensación de que se aflojaban las riendas de un estado excesivamente centralista. Es obvio que también se tuvieran en cuenta criterios de economía y las evidentes ventajas de acercar a los ciudadanos a los centros de decisión de los problemas cotidianos, sin tener la obligación de tenerse que desplazar a la capital, Madrid, para cualquier gestión ante la Administración.
Sin embargo, desgraciadamente para España y los ciudadanos españoles, aquellas previsiones, aquellos bien intencionados intentos de los legisladores de compaginar el deseo de apaciguar una previsible oleada de reivindicaciones nacionalistas, con la posibilidad de aliviar el coste burocrático que suponía la centralización en materia de procedimientos administrativos y de la gestión de determinados temas que sólo se solventaban en los ministerios, evitando, dentro de lo posible, duplicidades y retrasos; no sólo no han conseguido que se cumplieran aquellos fines, sino que han tenido determinadas desviaciones, no contempladas en su momento, que han convertido a estos entes territoriales, especialmente en algunas regiones más conflictivas, en una especie de bombas de relojería, capaces de poner en cuestión la propia identidad del Estado español poniendo en peligro su cohesión y unidad.
Y no es que la propia Constitución no previera los mecanismos adecuados para evitar que las autonomías se propasasen en sus cometidos, se extralimitaran en sus competencias o se excedieran en sus pretensiones de autogestión, superando los límites que la propia Carta Magna establecía; sino que ha sido el propio gobierno del señor Rodríguez Zapatero quien, acuciado por la necesidad de conseguir apoyos parlamentarios para sacar adelante sus reformas, ha contribuido de una manera decisiva a que, el panorama autonómico en España, haya ido degenerado hacia una carrera de reivindicaciones, emprendida por los gobiernos de ciertas autonomías, como el País Vasco y Catalunya, seguidas de cerca por Galicia y las Baleares, para intentar poner contra la cuerdas al gobierno central, exigiendo, cada vez con más insistencia y desparpajo, la obtención de contrapartidas económicas y políticas, de modo que, paso a paso, han conseguido entrar en una espiral en la que, el nacionalismo, ya no se conforma con lo que le concede la Constitución, sino que exige el autogobierno o la secesión. La lengua ha sido el primer tributo que el Estado español ha tenido que conceder a cambio de un apoyo agónico a sus desvaríos y errores en la gestión de su mandato.
Lo desesperante de la situación a la que hemos llegado en España, respecto al tema autonómico, es que se ha cedido tanto terreno, se han hecho tantas concesiones y se han permitido tantos ataques a las leyes del Estado y a la propia Constitución que los, en un principio, moderados y limitados brotes del nacionalismo excluyente y separatista, poco a poco han ido calando, con la evidente colaboración de los políticos de los partidos radicales que vienen propugnando la independencia del País Vasco y Catalunya, en la misma ciudadanía de ambas regiones que han visto, en la pasividad del Gobierno de la nación, un salvoconducto para ir progresando en aquello que, en un principio, habían descartado por considerarlo como una utopía inasequible. Es evidente que, el señor Rodríguez Zapatero, ha sido el factotum de todo este proceso que inició con aquella enigmática frase lapidaria “ la nación es un concepto discutible y discutido con la que puso la primera piedra de este muro de incomprensión y antagonismo que existe hoy en día entre los que se llaman españoles, aman a España y a sus tradiciones y siguen fieles a su unidad, sus símbolos y sus tradiciones y aquellos otros ciudadanos, que se consideran ocupados, poco menos que manu militari, por tener que respetar – en el caso de que lo hagan y no decidan oponerse – la legislación española y, en especial, la misma Constitución; gracias a la cual consiguieron unas prebendas que antes no tenían.
Con el Estatut catalán se empezó a dar luz verde, por parte del PSOE y con el apoyo entusiasta de partidos como CIU, ERC y, ¡maravíllense ustedes!, el propio partido socialista catalán al que apoyó, con honrosas excepciones, la mayoría de miembros del PSOE con todos sus dirigentes. Con estos mimbres no es extraño que nadie, cuando el gobierno de la Generalitat se ha negado, sistemáticamente, a cumplirlas normas del TC, las resoluciones del TS o del propio TSJC –en cuanto a la enseñanza en castellano, en la defensa del derecho de los padres a escoge la clase de enseñanza que quieren para sus hijos o lo de la aplicación en las escuelas de la tercera hora de enseñanza del castellano o cuando se han llevado a cabo consultas populares en la mayoría de las poblaciones de Catalunya o hayan sido quemadas, por los gamberros de turno, banderas españolas y fotografías de los Reyes – haya salido a protestar, incluidos los fiscales, que ni han demandado su ejecución, en cuanto a lo primero, ni se han practicado las diligencias que eran de rigor respecto a los delitos enumerados en segundo término.
Pero ello no obsta a que la Constitución tenga sus mecanismos de control, como los citados en el Capítulo III, en el que se habla de aquellas competencias que son exclusivas del Estado (Artª 149) o el propio artículo 155, donde está previsto aplicar medidas legales en el caso de que, alguna autonomía, incumpliera las leyes o la propia Constitución. Por supuesto que, los casos en los que se hubiera podido poner orden en cuanto a los excesos cometidos por los gobiernos catalanes y vasco, han sido varios y, sin embargo, la actuación del Ejecutivo, en todos ellos, ha sido de extrema debilidad, de negligencia absoluta en orden a mantener la igualdad entre los españoles, la solidaridad entre autonomías y el preservar la integridad del Estado español que ha estado, en numerosas ocasiones, en trance de emprender caminos sesgados a favor de aquellos que buscan su disgregación.
Una historia que no tiene un final feliz. Hoy en día, gracias a los socialistas y a sus concesiones a los independentistas, tanto monta monta tanto, han conseguido que, el principal problema del Estado sea, precisamente, el de la deuda autonómica; que se ha convertido en un mal endémico, muy difícil de erradicar, debido a que se han acostumbrado a usar de la chequera, confiadas en que el Gobierno siempre acudiría en su auxilio. Ahora no hay dinero para sacarlas del apuro y la confianza de los inversores y de las agencias de rating ha bajado a mínimos. La UE nos reclama que se ponga orden, con una ley de estabilidad presupuestaria y, como si no ocurriera nada, los nacionalistas insisten en sus reivindicaciones, esperando que sean el resto de españoles quienes les saquen las castañas del fuego. Hace falta una mano firme que les enseñe que se han acabado las concesiones. O esta es, señores, la forma en la que lo veo.