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Autoridad moral y fanatismo político

Manuel Bru. 10 de mayo. Entre autoridad moral y política a veces –cuando la segunda se convierte en abuso de poder- la diferencia es tan abismal que sus depositarios parecerían albergar dos mundos distintos. Quien tiene autoridad moral no suele haber procurado nunca agrupar seguidores, adoctrinar masas, o buscar el voto y el aplauso. Quien solamente tiene poder político, sin apenas autoridad moral, en cambio, suele preferir el continente que el contenido de su discurso, su aprobación coyuntural y mayoritaria, a su racionalidad, y sobre todo, el aplauso al convencimiento. Quien tiene autoridad moral busca la verdad, sirve a su pueblo, y busca el bien común, no el propio. Su magistratura moral es paternidad, no popularidad.  Dos casos de la actualidad demuestran esta diferencia. Uno, en España, en esta semana que termina, el otro, en Israel, en la semana que comienza.

Independientemente del desenlace parlamentario del triste acontecimiento, por si sola la solicitud por parte de un grupo extremista de la Cámara de Representantes para que ésta reprobase al Papa por unas declaraciones suyas, constituye una expresión de la más grave consecuencia de la demagogia, que es el totalitarismo. Sólo hay algo peor que acrecentar el drama de una deshumanización de la sexualidad a base de promover la promiscuidad engañando sus efectos a base de parches profilácticos, y es querer usar nuestro foro de representación política para atacar las convicciones morales de la mayoría de los representados, y a quien reconocemos una autoridad moral que no tenemos porque reconocer en nuestros representantes políticos.

El otro caso se visualizará mañana en el museo del Holocausto, al que el Santo Padre no entrará, porque en él permanece una placa injuriosa para con su antecesor Pío XII. Su condena de esa triste página de la historia, no sólo será inequívoca, sino insuperable a la hora de escudriñar la perversión humana que la hizo posible. Pero, no buscando la popularidad entre los judíos, será fiel a la verdad de los hechos, magníficamente explicada por los historiadores objetivos, que tanto contrasta con el baile acomodaticio de los demagogos. Porque si los mismos que ahora frivolizan con la educación sexual de los jóvenes se niegan a admitir sus consecuencias, los mismos que antaño miraban a otro lado para no saber lo que ocurría en los campos de concentración, ahora minimizan la condena del Papa Pacelli, aunque fuera tan firme como su labor para salvar la vida de miles de judíos. En cambio, Joseph Ratzinger se estremece hoy igual ante los enfermos de sida consecuencia de una vida engañada, que ante aquellos otros enfermos, como su primo deficiente, que fue aniquilado por los nazis. Es la diferencia entre el oportunismo del demagogo y la servidumbre al bien y a la verdad del maestro. 

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