Carta abierta a monseñor Martínez Sistach
Miguel Massanet Bosch. Como católico y como ciudadano, desde que tuve la formación para poder razonar por mi mismo, he creído en la separación entre Estado e Iglesia. Siempre he pensado que, el Estado, debiera ocuparse del bienestar material de los ciudadanos y, la Iglesia, de la salud espiritual de sus feligreses; sin que, ni el uno ni la otra, debieran de inmiscuirse en los asuntos propios del otro. De ahí que, cuando el Estado ha pretendido silenciar a la Iglesia, en temas en los que ella tiene todo el derecho a expresarse, por tratarse de cuestiones en las que la conciencia de las personas tuviera algo que ver; en los que los Mandamientos de la Ley de Dios estén involucrados y que pongan en juego aspectos fundamentales de las creencias cristianas, de tal modo que pongan al ciudadano ante la tesitura de tener que elegir entre las leyes o disposiciones estatales y los dictados de la conciencia católica, orientada por los evangelios de Jesucristo y apoyada en la enseñanza de los ministros de la Iglesia; es evidente que la obligación del creyente es acogerse a esta última opción. Pero, con la misma convicción debo admitir que, en aquellas cuestiones en las que lo que se ventila son cuestiones terrenales, disputas sobre temas estrictamente políticos o temas esencialmente materiales; entonces deberemos de convenir que, lo mejor que pueden hacer los prelados es inhibirse, permanecer apartados, ocuparse de su propio ministerio y abstenerse de dar su opinión; al menos, si lo hacen. que sea como meros ciudadanos, sin apoyarse en su condición de ministros de la Iglesia.
Es por ello y, dejando claro que en nada me refiero al cardenal arzobispo de Barcelona, monseñor Martínez Sistach, como pastor de la Iglesia catalana ni, por supuesto, a su labor pastoral; si he decir, con toda energía, que rechazo como ciudadano catalán y como español, el hecho de que, desde el Obispado de Barcelona, se haya emitido una nota, esencialmente de carácter político y partidista, con la que se pretende influir en la ciudadanía catalana, especialmente en la comunidad católica; dando a entender que la Iglesia como tal, como maestra de los fieles, aconseja a los acólitos para que se adhieran a un Estatut que, para todos los que tenemos conocimientos jurídicos y sentimos como cosa nuestra la Constitución de 1978, consideramos un atentado contra nuestra españolidad, una presión añadida sobre los miembros del Tribunal Constitucional, que han se emitir su veredicto sobre la legalidad o ilegalidad de dicha Ley Orgánica, y, por qué no decirlo, una extralimitación de las funciones del señor cardenal que, o mucho me equivoco, o no deberá haber satisfecho mucho a los mandatarios de la Santa Sede.
No me queda más remedio que recordarle, a monseñor Sistach, las consecuencias que han tenido, para Catalunya, para los catalanes y para los españoles en general; algunas de las actitudes históricas del separatismo catalán, de este separatismo que, por mucho que se intente negar y camuflar, yace en todos y cada uno de los artículos de un estatuto creado, redactado, empujado y aprobado, con la evidente intención de convertir a la comunidad catalana en la más privilegiada de España y dotarla de los pilares para, en un segundo paso, pedir la independencia de España. Si en la Semana Trágica de 1909 las izquierdas separatistas ya pusieron en un brete la unidad de España y, de paso, se dedicaron a la devastación y destrucción de iglesias en Barcelona; tampoco se libraron los católicos de las consecuencias de los disturbios del mayo de 1931, en los que más sacerdotes fueron asesinados y más iglesias quemadas, y tampoco se quedaron cortos en la revolución de octubre de 1934 donde, el tan cacareado señor Companys, no fue capaz de detener el vandalismo en contra de los templos católicos y los sacerdotes;. Sin embargo, fue en los prolegómenos de la Guerra Civil, en 1936 cuando, precisamente en Catalunya, los desmanes de la CNT y la FAI, la incontinencia de los Socialistas y la completa incapacidad de los dirigentes para detener la ola de asesinatos – principalmente de curas y católicos – que ensangrentaron las calles de las ciudades y pueblos catalanes y que fueron, sin lugar a dudas, el germen de que, los españoles de orden, se levantaran en armas contra las ordas, incontroladas y asesinas, que amenazaban con sus desmanes, acabar con la II República y entregar a la nación en manos de las izquierdas revolucionarias (fruto de las políticas de “frentes populares” que dominaban parte de Europa). El número de sacerdotes masacrados por los correligionarios de quienes ocupan hoy el gobierno del Tripartit catalán, los autores materiales y los inspiradores de este Estatut, que monseñor Martínez Sistach quiere defender, fueron los que masacraron vilmente a más de 6.000 sacerdotes y a un número no controlado pero evidentemente superior, de fieles cristianos o meros simpatizantes del catolicismo.
Es ya proverbial que los obispos vascos y catalanes (los ejemplos son innumerables) quieran intervenir a favor de sus respectivos nacionalismos, sin tener en cuenta el que, hasta ahora, las consecuencias han sido enemistar a unos españoles con otros; establecer diferencias y resentimientos entre las distintas autonomías y favorecer y darles moral a aquellos que pretenden conseguir sus fines, utilizando las armas y el terror. ¡Cuidado con los cálculos políticos equivocados! Puede que los clérigos catalanes no tengan la visión política convenientemente aguzada o no hayan tomado ejemplo de la Historia, si es que creen que, una Catalunya independiente, estaría regida por los moderados, las derechas o los liberales; el voto catalán se inclina, desde hace años, hacia las izquierdas y la actual sociedad catalana ha evolucionado hacia el laicismo y las filosofías relativistas que, como ocurrió en 1936, tienden al anarquismo, si no en su anterior conformación, si en otra en la que se busca un sistema permisivo, en todos los órdenes de la vida, en el que no parece que tenga mucha cabida una iglesia que, a su entender, lo único que hace es restringir las libertades individuales, coartando el ejercicio libre del sexo y pretende condenar el libertinaje actualmente imperante, entre cuyas “excelencias” se pueden, naturalmente, incluir, tanto la homosexualidad como el lesbianismo en todas sus facetas.
Para los que nos sentimos españoles – que también somos ciudadanos catalanes y residimos en tierras de La Moreneta – y somos católicos, nos parece una imprudencia el que, desde la misma jerarquía eclesiástica, se sostengan opiniones a favor de unos determinados planteamientos políticos, que se enfrentan a otros sustentados por miembros de la misma comunidad católica. Por si no bastaran los motivos de crítica, deberíamos añadir que es un tema de Estado que está sub judice y en el que, de una manera harto torticera, se pretende imponer el criterio nacionalista a unos magistrados del TC, mediante amenazas, coacciones y presiones por parte de todos los estamentos de la sociedad catalana, especialmente el mediático, el oficialista y ahora, por si aún quedara alguien que conservara el famoso “seny” catalán, el obispado ha querido también meter su cuarto a espadas. No ha sido la primera vez en la Historia en que, la ceguera de algunos, su falta de oportunidad y su visión equivocada de la realidad provoca que temas secundarios, que problemas artificialmente reavivados y que utópicas visiones históricas, carentes de sentido; hayan dado lugar a que, los españoles, hayamos perdido el juicio y que la sangre se encargara de redimir las discordias entre unos y otros. Lo siento, monseñor, pero, en esta ocasión, el corazón ha primado sobre la sensatez que siempre debe acompañar a un cargo de tanta responsabilidad.