Carta de un Teniente Coronel a su General
Enrique Area Sacristán. Teniente Coronel de Infantería.
Mi respetado General:
Después de siete meses apartado del servicio como “castigo” a un artículo en el que defendía la unidad de España amparado en la Ley de Derechos y Deberes del Militar de Carrera, hemos llegado al paso más difícil del camino que “juntos” hemos emprendido. Y llamo castigo a las correcciones que se reservan para faltas, si la hubiere, que pueden ser aplicados por un superior sin intervención de la administración de justicia a la que parece nos vamos a ver abocados por incumplimiento del Reglamento de vacantes y destinos: este marca taxativamente que un militar profesional no puede estar más de seis meses en situación de “pendiente de adquisición de destino”.
Según Jorge Vigón, y se lo resumo por si no lo ha leído, al castigo no puede buscársele justificación moral más que por los siguientes motivos: como reparación de un daño causado, que no es el caso; para obtener la enmienda del culpable que jamás un castigo enmendó a nadie; como expiación exigida por la falta, que no parece un medio educativo, y, finalmente, por la ejemplaridad como parece ser el caso, para que el sentimiento que pueda despertarse en nuestros compañeros de armas, si usted lo es, sea el temor a sufrir un trato análogo si incurren en los mismos hechos; ahora bien, siendo éste el caso personal, he de decirle que emplear el temor para educar soldados es la mayor incongruencia que puede cometerse; es como dice Gavet, imponer ejercicios prácticos de miedo a hombres para los cuales el valor debe ser una de sus cualidades fundamentales.
Si reconocemos el escaso valor que como medio de educación tiene el castigo que me ha impuesto en tiempo de paz, y que únicamente pudiera tener eficacia para intimidarme, que no ha sido así, tendremos que convenir en que, en el campo de batalla, ante los peligros de la lucha, la importancia de las penas y de este tipo de correcciones, si así lo fuera, se reduce considerablemente; sólo una puede ser realmente temible: la muerte; y aún hay circunstancias, un pánico o un motín, en que ni su trágica visión es suficiente; mejor dicho, en que las circunstancias borran por completo la imagen de tal peligro.
No debo dejar de decirle nada sobre la naturaleza de los castigos: los que pueden aplicarse, están claramente especificados en códigos y reglamentos. Harto conocidos son, y de ellos puede decirse, que la Ley no reconoce ninguno que sea infamante como el que me ha impuesto a mí. “Hubo un tiempo, escribía doña Concepción Arenal, en que la Ley, desesperando del delincuente, daba lugar a que él desesperase; en que le imponía castigos de tal modo humillantes que era imposible lavar su oprobio; en que le escarnecía de tal modo, que aún cuando pudiese estar arrepentido para Dios, para los hombres siempre quedaba infamado. Todos estos castigos han desaparecido; la Ley respeta hasta en el criminal la dignidad del hombre”
Nada de amenazas, pues, y menos de palabras descompuestas; cuando castigues, recuerda que debes abstenerte de la cólera y cuando tú espíritu disfrute de esa necesaria calma, como la tengo yo ahora, medita, pesa y compara.
Espero que todo lo dicho le haga suponer bien que estas palabras han sido inspiradas por los dictados de mi conciencia, sin preocuparme lo más mínimo de lo que otros como usted puedan decir de mis acciones, no obedeciendo a criterios subjetivos como los que le han llevado a mi cese.
Ruego a Dios le dé la suficiente lucidez como para no hacerme conseguir en los tribunales lo que por justicia me corresponde, con mengua de mis haberes: un destino.
*Teniente Coronel de Infantería. Doctor por la Universidad de Salamanca