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Diario YA


 

Chile desde el aire

José Escandell. 15 de noviembre.

A once mil metros de altura y de noche, las vidas de las gentes son sólo lucecitas lejanas. Cuando se viaja desde Madrid hasta Santiago de Chile, el avión sale de Europa por Lisboa. El viajero embutido en su asiento de clase turista tiene ante sí una bandeja con la cena compacta y mínima. Escucha música por los auriculares o ve una película que él mismo ha escogido entre varias. Puede pensar quizás que la apertura del Tajo sobre el océano es como un empujón frío hacia lo oscuro desconocido mientras las luces de las casas conservan calidez y vida.

Hay gentes abajo que ríen y lloran, hay una esquina en la que muere un hombre, hay una mujer que pare un niño, hay un anciano que reza, hay una muchacha que sueña, hay coches, dinero, música, asfalto, puertas, alturas y secretos.

El viajero quiere dormir, apretujado como en un nicho. Despierta un poco y a veces cree que está despierto del todo. Una pantalla muestra la marcha del avión. Ahora se acerca a Madeira y, un poco después, a las Canarias. A medio dormir se le ocurre al viajero que allá no muy lejos está la curva de África. Horas después se descubre Brasil, tras el interminable océano. Hay nubes y relámpagos. Habrá abajo ríos, montañas, valles, animales, y también lucecitas de ciudades o de pueblos. Habrá almas alegres y tristes, historias, guerras y amores, lejanas aventuras, necesidades.

Muchos países, muchas patrias con sus historias que contar. Abajo, Paraguay o Bolivia, Argentina después. El viajero puede pensar en los conquistadores, de los que es descendiente, y compadecerse de las penalidades que aquellos tuvieron que pasar en aquellos remotos tiempos, mientras vuelve a colocarse la manta que la compañía aérea le había dejado en su asiento. Puede sonreir por dentro, sin darse cuenta entonces de lo inhumano de su acto. Vive demasiado bien, es demasiado moderno, mira demasiado desde arriba.

Al final habrá recorrido, en apenas algo más de doce horas algo más de un cuarto de la circunferencia de la Tierra. Pero no puede sentirse conquistador. No es conquistador ya. Los Andes se meten en el avión con su mole interminable pintados por el amanecer. Marrones oscuros, grises, desolación, nieve en algunos grupos de montañas allá. Embriagan y el viajero mira con un poco de ingenuidad, porque quiere impresionarse mientras desayuna en cuencos minúsculos. Hasta que el avión llega al nuevo mar. Comienza el descenso y los campos de Chile hacen ver que ese país es grande y fuerte.

Es demasiado rápido cambiar de mundo en doce horas. Para encontrar las mismas inquietudes, los mismos afanes, los mismos sufrimientos y los mismos gozos. Desde el aire pensaba el viajero que dominaba el mundo. Ya se ha dado cuenta de que es demasiado grande. Al final, una palabra en español confirma que el Nuevo Mundo es el destino de nuestro mundo hispánico, un lugar de descanso en donde recuperar nuestra alma dormida.

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