Chile: un resultado mestizo
Gonzalo Rojas
¿Existía Chile antes de la llegada de los españoles?
No, por supuesto que no.
El territorio estaba disponible para que se configurara su unidad por encima de su riquísima diversidad, pero los variados pueblos que lo habitaban en pequeños números y de modo completamente disperso, no tenían entre sí vínculos que permitieran imaginar un futuro nacional. Ni siquiera entre los muy diversos habitantes de Arauco había propósitos comunes.
¿Puede entonces afirmarse que fue la llegada de los españoles la que dio origen a una nueva realidad superadora de todas las anteriores?
Sí, por supuesto que sí.
Recorriendo el territorio de norte a sur, imprimiendo organización mediante el derecho y la fundación de ciudades y fuertes, incorporando a la fe católica a sus muy variados habitantes, y cruzando su sangre con las savias indígenas, los españoles -con sus méritos y sus vicios- comenzaron a forjar este auténtico ‘producto nuevo’, Chile. Una realidad mestiza, indiana, algo barroca, nueva, única.
Quien niegue a los españoles el carácter de pueblo originario de Chile tiene que explicar entonces el auténtico origen de Chile; y ciertamente, para hacerlo, no podrá apoyarse solo en las variadas etnias preexistentes, hoy además, en su inmensa mayoría, mestizas, chilenas.
¿Existía Chile antes del 18 de septiembre de 1810?
Sí, por supuesto que sí. Ya desde comienzos del siglo XVII los documentos permiten concluir que los nacidos en estos territorios -y también algunos peninsulares que fueron llegando progresivamente a afincarse en ellos- consideraban el Finis Terrae como algo distinto, específico y ¡propio!
Eso explica el inicio del proceso emancipatorio, eso fundamenta la necesidad del autogobierno y, a corto plazo, de la independencia. Chile es ya a comienzos del siglo XIX una realidad plenamente configurada en su mestizaje basal y en su autoconciencia de identidad propia.
Pero, ¿es aquél el mismo Chile que vivimos hoy?
Sustancialmente sí, porque ya había sido engendrado por la fusión de sangres y culturas desde mediados del siglo XVI, ya tenía alma propia. Pero accidentalmente no, porque cada uno de los nuevos pueblos que han ido integrándose a la sociedad ya en marcha, fueron entregando de su propia sangre europea, americana, africana o asiática, los nuevos aportes que han matizado y enriquecido nuestro ser nacional.
Africanos, británicos, alemanes, croatas, palestinos, libaneses, italianos, nuevos flujos de españoles, judíos, argentinos, peruanos, colombianos, venezolanos y haitianos -y tantos otros, quizás en cantidades menores- han construido junto al mestizaje anterior nuevos vínculos que dan riqueza y grandeza a la patria.
¿Cómo podría no considerárseles a ellos pueblos originarios también? Qué tremenda injusticia sería excluirlos de las muy variadas vetas raciales que han configurado lo chileno.
Ya está bien de sofismas y de racismos.
Chile es el resultado, en plena mutación, de todos los que han puesto aquí su sangre y sus culturas. Ninguno de esos pueblos debe ser excluido del carácter originario de su aportación a este país que nos debe incluir a todos y abrirse siempre generosamente como asilo contra la opresión.
Reservar el título de pueblo originario sólo para quienes habitaban este territorio antes de que fuera Chile, es o velado racismo o simple ignorancia histórica.