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Diario YA


 

Ciencia y emoción, haz y envés

José Escandell. 18 de Octubre.

Hubo un tiempo, no lejano, en el que se atribuía a las ciencias positivas la capacidad de alcanzar la verdad. El entusiasmo científico de finales del siglo XIX daba pie a soñar en un mundo feliz, en el que los problemas principales de la existencia humana habrían sido resueltos por la física, las matemáticas, la psicología o la medicina.
 
Las experiencias posteriores, entre las cuales destacan las dos Grandes Guerras, llevaron a un cambio de perspectiva. De pronto, las ciencias se hacían modestas y renunciaban a los altos proyectos universales. Finalmente, han llegado a desconfiar tanto de sí mismas que ni siquiera se atreven a llamar verdad a lo que logran conquistar. La verdad se ha ido a otro mundo, tras abandonar el último pedestal en el que se encontraba. Occidente ya ni confía en la ciencia positiva. Es convicción generalizada que el conocimiento científico no pasa de ser, en el mejor de los casos, un conocer aproximativo. También se deja ver con claridad que el campo de trabajo de las ciencias ni mucho menos abarca todos los intereses de la humanidad; sino que, por el contrario, a pesar de las ciencias, quedan muchos anhelos humanos que satisfacer.
 
Esta actual insatisfacción con la ciencia no pasa de ser una decepción. Se pensaba que la ciencia era el instrumento para el descubrimiento de la verdad, y ha fallado. Mas en su puesto no se ha colocado ningún sustituto. La manera corriente de ver las cosas ha dejado a la ciencia en el lugar que ocupaba, de modo que continúa en su trono, aunque sin corona. Correlativamente, la vía de acceso a «lo otro» y a la satisfacción de los profundos deseos humanos se traza aún en medio del páramo de lo irracional. El arte, la mística de toda clase, la evasión, el deporte, el sexo o la droga son ámbitos de vida irracional, porque arraigan tan sólo en lo afectivo y tan sólo se dirigen hacia lo afectivo más o menos inmediato. Son dimensiones subjetivas y privadas de la vida humana y, por consiguiente, ajenas a toda verdad.
 
Vivimos entre una ciencia impotente y una afectividad irracional. La verdad y la posibilidad de que el hombre se tope con verdades, parecen esfumarse bajo el paradójico decurso inercial de la Ilustración actual, a saber, del posmoderno renunciamiento a abrir los ojos a la realidad.
 
Mientras tanto, la fe religiosa, y la fe religiosa católica, parecen en la práctica acomodadas a este desfallecimiento general. Aunque lecciones y discursos protestan de la radical sintonía entre la fe y la razón, la práctica efectiva parece desmentirlo a menudo, como si aquellas manifestaciones fueran, más que la constatación de un hecho, la fórmula de un deseo. La fe religiosa se acoge al campo de lo extracientífico y, sin mayores cuidados, se entrega frecuentemente en brazos de la afectividad. La fe se toma por sentimiento. Por eso progresa el sincretismo. Incluso el catolicismo vivido parece a veces encontrarse a gusto importando misticismos orientalizantes, coqueteando con el librealismo democrático o remozando el compromiso liberacionista. En todos los casos, de una u otra forma, la fe sentimental no es sino un acto ciego y una opción, por voluntaria, arbitraria.
 
Hay católicos hoy que no encuentran dificultad alguna en aceptar que la verdad es inasequible. Se agarran entonces, con la fe, a verdades suspendidas en el aire, sin suelo, fuera del mundo. Llegará un día en que se caerán. Es preciso recuperar la unidad entre la fe y la razón, pero esto no puede hacerse de cualquier manera. Un principio esencial es restaurar la fe en el poder de la razón: convencerse de que la vocación originaria de la razón es la verdad.

 

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