Manuel Parra Celaya. Escribo estas líneas apresuradas el día de Corpus Christi, domingo. Ya hace años que nadie repite el dicho de los tres jueves del año que relucen más que el sol, porque los acuerdos entre la autoridad civil y la religiosa convinieron en el cambio del día de la semana tradicional; creo que Toledo goza del privilegio de mantenerlo, pero es una excepción que contemplo con envidia; en la dialéctica entre tradición y producción suele ganar esta última, y es normal dentro de lo que cabe; lo malo es cuando cunde el ejemplo y nuestros laicistas empiezan a pedir el traslado del día d Navidad, de la Epifanía o del Viernes Santo, por aquello de no incomodar a determinados sectores de creyentes en otra religión, que siempre suele ser la misma.
Hoy me voy a permitir el lujo de echar una mirada hacia atrás y dejarme arrastrar por una dulce nostalgia costumbrista y religiosa, en una evocación del Corpus de mi niñez y mi juventud en Barcelona, que todavía era un lugar feliz quizás porque no campaban a sus anchas los señores Mas y Oriol Junqueras, y perdonen por señalar.
El día de Corpus comenzaba con olor a flores y a primavera avanzada, como si la naturaleza quisiera también rendir homenaje a su Creador; los puestos de retama (ginesta, en catalán) menudeaban por las esquinas, junto a tenderetes de venta de confetis y serpentinas. La tarde anterior ya se presagiaba la gran fiesta, pues los empleados municipales habían instalado las aparatosas bocinas de los altavoces a lo largo del recorrido procesional; era tradicional que los gigantes y cabezudos anticiparan este recorrido esa víspera, como para comprobar que todo estaba dispuesto.
Llegaba la tarde del día señalado: se colocaban las sillas, formaban las tropas que rendirían honores al Santísimo y se enarenaban las calzadas para evitar que los caballos resbalaran. Todo tenía su rito y su hora justa.
La espera se hacía eterna y recuerdo mis salidas de niño impaciente al balcón –engalanado con la bandera española- hasta que el grito de ¡Ya viene! hacía estirar los cuellos. Precedida por los heraldos del Ayuntamientos (les trampes), con sus timbales, los gigantes y demás bestiari y las cabalgaduras de crines barrocas y rizadas de la Guardia Urbana, comenzaba el lento desfilar de todas las instituciones, corporaciones y asociaciones ciudadanas que formaban el entramado social de entonces, menos subvencionado y, por tanto, manipulado que el actual.
Casi después de dos horas de cortejo, se anunciaba la llegada de la Custodia, con aromas de incienso y sones del Himno Nacional por las bandas de música distribuidas a lo largo de la carrera; era de ver entonces como el público ponía rodilla en tierra en aceras y balcones, mientras los soldaditos rendían armas y caía una lluvia de claveles y ginesta, porque ya nos habíamos encargado antes los chiquillos de forman arcos con las serpentinas y de llenar de confeti a los viandantes.
Cerraba la procesión una carroza del siglo XVIII, por si aparecía lluvia, y una compañía de honores de Infantería, que –fíjense- era aplaudida a rabiar por el público ya puesto en pie.
De golpe y porrazo, al inicio de la Transición (o quizás algo antes) la procesión de Corpus barcelonesa dejó de celebrarse; en algunas homilías, los celebrantes se alegraron (¡) de la supresión, aludiendo a la necesidad de una religiosidad interior y menos pública y echando pestes de aquel fervor ciudadano propio de otras épocas. Que Santa Lucía les haya devuelto la vista, estén donde estén. Curiosamente, la sociedad se ha ido descristianizando pública y privadamente.
Muchos años después, la procesión ha vuelto a realizarse, en versión reducida en recorrido… y asistencia y fervor. Por supuesto, sin la presencia del Ejército (creo que la Sra. Chacón no tuvo nada que ver con ello) y, también, sin entidades ciudadanas; ahora, el público, es decir, los fieles, asisten a mogollón, como si estuvieran manifestándose. Bueno.
Ni todo aquello representaba, claro está, una sinceridad religiosa colectiva ni lo de ahora es representativo del número de barceloneses que serían capaces de adorar al Santísimo por calles y plazas de la vieja ciudad. Uno, que no es teólogo ni sociólogo, se limita, de vez en cuando, a recordar, sin dejar de asistir a la minimizada procesión del Corpus Christi.