Max Silva Abbott. El Papa ha originado una montaña de críticas por parte de sus adversarios, quienes hacen toda clase de vaticinios respecto al futuro de la Iglesia, dando la impresión de que ésta tuviera que estar en armonía con ellos para legitimarse como institución.
La verdad es que desde siempre la Iglesia ha debido enfrentar al “mundo”, como suele decirse, fundamentalmente porque como institución fundada por Cristo, ella tiene por misión primordial no este mundo, sino el otro. Se equivocan quienes ven en la Iglesia una asociación benéfica más o menos filantrópica, ni mucho menos una especie de santificador de ideas políticas. No, la Iglesia tiene una misión que va mucho más allá de estos fines terrenales, aun cuando es cierto que por razones elementales de caridad, no pueda desentenderse de muchos de estos problemas. Mas, lo importante es saber que estos constituyen “la añadidura”, como se dice el Evangelio, añadidura que sólo vale en relación con la salvación de los hombres y que si toma el lugar principal (como ha ocurrido con diversas corrientes dentro de la Iglesia, que en su afán de ser aceptadas por el “mundo” se han mundanizado demasiado), además de un gran empobrecimiento, constituye una verdadera traición a su misión.
Como en toda institución, existe no sólo esta finalidad u objetivo principal que le da su sentido último y su razón de ser, sino también reglas o modos de proceder acordes a dicho objetivo. Esto es inevitable, porque por simple lógica, los fines u objetivos tienen sólo ciertos medios idóneos para alcanzarlos y otros, por mucho que se quiera, no sirven, e incluso pueden conseguir el fin opuesto. Y precisamente, si la misión fundamental de la Iglesia es acercar a los hombres a Dios, dicho acercamiento no puede obviar o pasar por alto al prójimo, reflejo de ese mismo Dios al que se dice amar por parte de los cristianos. Por lo mismo, también conllevará ciertas actitudes de cada uno consigo mismo, puesto que el mensaje evangélico proclamado por la Iglesia exige un compromiso íntimo y personal de cada uno con Dios.
Y tal vez es aquí donde surge el mayor problema: en aquello que acuerdo a la Iglesia, se debe o no se debe hacer. Mas, como toda institución, tiene sus reglas, y quien quiera permanecer en ella debe hacerlas suyas. Aun cuando se trata de un mal ejemplo, ocurre lo mismo en un partido político o en un club: tiene fines, reglas, que obligan a ciertas cosas y prohíben otras. Y quienes quieren pertenecer y permanecer en dicha institución, deben participar de ellas. Nada les impide no hacerlo, por cierto; mas, lo que no parece lógico es que además, pretendan que la institución se amolde a sus deseos.
Y esto no es dogmatismo, sino mera lógica: nadie obliga a un sujeto a permanecer en un partido o en un club, y las sanciones que ellos poseen para quienes infringen sus reglas y fines son una buena prueba de ello. Así, cada cual es libre de pensar como quiera, pero no puede pretender que todos se amolden a su parecer. Si la Iglesia no transa en ciertas cosas (como la sacralizad de la vida humana, por ejemplo), se debe a su obligación de mantenerse fiel al mensaje de su Fundador, al punto que ni ella misma puede modificarlo. Es esto lo que precisamente ha hecho el actual Pontífice antes de asumir como tal.