Manuel Parra Celaya. Ahora ya sabemos que las fiestas de Navidad empiezan a finales de noviembre y, en ocasiones, cuando se disipan los ecos del Halloween, esa importación entre monstruosa y friki; me refiero a efectos comerciales, claro está, no religiosos y profundos; de igual forma, empezarán los escaparates a llenarse de disfraces de Carnaval apenas se apaguen los luces navideñas de nuestras calles y plazas.
Quede todo lo anterior como simple derecho al pataleo, pus ya sabemos que es inútil luchar contra el afán de lucro, aunque sea tan legítimo como el de sacar adelante un negocio asediado por la crisis…
Pero hoy me quiero referir, en concreto, a los Nacimientos que adornan algunos comercios, cuya característica esencial es la desaparición de las figuras centrales del Misterio, el Niño Jesús, la Virgen María y San José , así como de los secundarios, llenos, sin embargo, de tradición, como los ángeles, los pastores, el buey y la mula. Quedan los paisajes montañosos, de postal, con su corcho y su musgo, pero vacíos de humanidad, y nunca mejor dicho tratándose de la obra de la Redención del género humano. Estos paisajes de decoración pseudonavideña evocan vagamente escenarios alpinos, con sus arbolitos en verde sobre el blanco de la nieve artificial, como si estos comerciantes estuvieran promocionando actividades de esquí. Son belenes laicos, en los que Dios ha sido escamoteado.
Me imagino que responden al estúpido buenismo de no incomodar a quienes practican otras religiones (y que todos sabemos quiénes son) o al progre de marras, cuyos propios hijos echan a faltar en su casa el calor del belén tradicional y cristiano. Más que sugerirnos un rudo ateísmo militante, nos ofrecen una estética cursi a más no poder, que es la característica principal del mundo del laicismo.
En ocasiones, para recordarnos que estamos en eso que los cristianos llamamos Navidad y que ahora se han convertido en vacaciones de invierno, no falta el colesterólico papá Noel, con renos y todo, que parece desmentir con su presencia la inquina que nuestros progresistas dicen sentir hacia Yanquilandia, con excepción, por supuesto, del hermano Obama. Estamos, en consecuencia, ante una doble negación: la del profundo sentido de la Navidad y la de la tradición española, ambas suplantadas por lo primero que nos viene de la mano de la moda.
Aquí, en Cataluña, además, no puede faltar la nota del separatismo rampante que estamos viviendo en nuestros días: figurillas de pesebre que enarbolan esteladas, estrellas de los Magos con el mismo emblema espurio… y la novedad de este año: la irreverencia de metamorfosear la Moreneta -Ntra. Sra. de Montserrat- en la figura típica del caganer. No sé qué les habrá parecido a los piadosos militantes y dirigentes de Unió la ocurrencia, que parece salida de la logia más vulgar, chabacana y canalla; a lo mejor, dejan pasar la ofensa a la Virgen como peaje o concesión necesaria para mantener las alianzas ante la consulta soberanista.
Frente a laicistas cursis y sacrílegos chabacanos, uno no puede menos que hacer una hispánica y prenavideña higa dirigida a todos ellos y a quienes les ríen las gracias; no voy a ocuparme más de ambas categorías de especímenes, pues tengo el tiempo justo para empezar a instalar, en mi hogar familiar y en dos o tres entidades a las que me honro con pertenecer, el Belén tradicional, presidido por el Nacimiento del Hijo de Dios, al que acudieron unos sencillos pastores que seguro no habían leído a Gramsci ni a los profesores de la Escuela de Frankfurt, ni estaban ansiosos por acudir a depositar en una urna el voto de Babel.