Pedro Sáez Martínez de Ubago. Este año se está celebrando el segundo centenario de la Constitución de Cádiz, considerada comúnmente –salvando la Constitución de Bayona de 6 de julio de 1808- el origen del constitucionalismo español, resultado de 12 sesiones que tuvieron lugar entre la celebrada el 24 de septiembre de 1810 en Isla León y la clausura del 19 de marzo de 1812. En su elaboración, al amparo de los cañones de la flota británica, porque el ejército de Napoleón ocupaba la gran mayoría de la superficie peninsular, participaron 95 diputados, incluyendo 26 americanos y filipinos, ya que esta Ley era para “los españoles de ambos hemisferios”.
Es igualmente destacable que dicho 24 de septiembre, a las nueve y media de la mañana, los diputados se dirigieron a la iglesia parroquial de esa Isla, donde tuvo lugar la misa votiva del Espíritu Santo cuya divina inspiración se impetraba para un mejor legislar en lo humano. Algunos de los frutos de esta constitución fueron hacer compatibles la confesionalidad del Estado con la libertad de imprenta.
La primera, la confesionalidad, expresada ya en la invocación inicial “a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente Constitución política de la monarquía española. En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad”, se corrobora en el Artículo 12 donde establece que “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.
La segunda, la libertad de imprenta, se declara y regula en los artículos 131 y371, que establece que todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia revisión o aprobación anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes. Dicho artículo se regularía en la Ley de libertad de Imprenta de 1810, en cuyo preámbulo se dice “la facultad individual de los ciudadanos de publicar sus pensamientos e ideas políticas no es sólo un freno a la arbitrariedad de los que gobiernan, sino también un medio de ilustrar a la nación en general y el único camino para llegar al conocimiento de la verdadera opinión pública”.
Y la Ley contiene tres limitaciones a dicha libertad, plasmadas en los artículos 6º, 9º y 13ª, de los que destacaré el primero: “Todos los escritos sobre materias de Religión quedan sujetos a la previa censura de de los Ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento”.
¿Por qué sacar a relucir este tema a estas alturas? Porque, a decir de Pedro Gómez Aparicio en su Historia del Periodismo, la libertad de imprenta reconocida por la Constitución de Cádiz “fue en sus comienzos un movimiento de expresión popular espontánea y patriótica […] y los escritos y autores clérigos, letrados, oficinistas y menestrales, coincidían en una fiebre exaltadora de los tres grandes principios de la nacionalidad española: la Religión católica, la Independencia y la Monarquía”.
Y hoy, sin embargo, parece que cualquier excusa, sea una falta sexual, económica o de discreción de un sacerdote de pueblo o un familiar del Papa, o los viajes de éste mismo son buena y se justifica en la libertad que reconoce el Artículo 16 de la vigente Constitución de 1978 “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley. 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. 3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal” para atacar a la religión y la Iglesia, llegando al extremo de que quienes se amparan en este Artículo 16 violan lo que de él pueda concernir a los otros, así como los derechos protegidos en el Artículo 20.
Hasta la ignorancia excusa y legitima al blasfemo, como estamos viendo en este adviento con la polémica suscitada por quienes no han tenido tiempo de leer el último libro de Benedicto XVI “La infancia de Jesús”, con el que se culmina la trilogía iniciada en “Jesús de Nazaret. Del bautismo en el Jordán hasta la Transfiguración” y seguida con “Jesús de Nazaret. De la entrada en Jerusalén hasta la resurrección”.
Según los sistemáticos críticos de la Religión y la Iglesia, el Papa está diciendo que hay que quitar el buey y la mula de los belenes, cuando lo único que ha hecho el Papa ha sido comentar las palabras del profeta Isaías en el Antiguo Testamento: "Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento".
Terminaré resumiendo la opinión de director de L'Osservatore Romano, profesor Giovanni Maria Vian, "lo que hace el Papa en el libro es observar que este punto (la existencia de la mula y el buey) no está reflejado en los Evangelios canónicos. No hay documentación en este sentido ni en Mateo ni en Lucas evangelistas. Pero esto no quiere decir que se deban tocar los belenes porque el Papa no quiere eso. En el belén que todas las navidades adorna la Plaza de San Pedro, no faltan la mula y el buey, y ante él se ha visto al Papa rezar.
Asimismo, cuando todavía era cardenal, Joseph Ratzinguer, escribió en una de sus homilías de Navidad un capítulo sobre la mula y el buey junto al pesebre, donde recogía, tal y como hace ahora, que aunque "los relatos de la navidad del Nuevo Testamento no nos narran nada acerca de esto", el buey y la mula "no son un mero producto de la imaginación piadosa", sino que se han convertido, por la fe de la Iglesia, en acompañantes del acontecimiento de la Navidad.
Quizá convendría que quienes hoy se las dan de modernos, liberales, demócratas, constitucionalistas, etc. dejaran de actual como cuadrúpedos, como bueyes o como mulas, como burros o como cerdos y se imbuyeran mejor del espíritu liberal del constitucionalismo español de aquellas Cortes de Cádiz.
De otro modo, se estaría a caer en la denominada “baja Prensa” que Menéndez Pelayo calificó de “cenagal fétido y pestilente”; y se olvidaría que, como enseña Ortega: “El liberalismo es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías, y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta”.