"Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios"
Benedicto XVI
Si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha aparecido. Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad.
Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1,1: Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras.
Él «ha aparecido». Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5s).
No sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4). Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz.
En este momento en que el mundo está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensan-grentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás solemnidades – y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad completamente nueva.
Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón. Todo eso no tiene nada de sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor.
La Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez. Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz. Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios.
Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo.
Amén