Echen un pequeño vistazo a cómo está el mundo, y después párense un momento a reflexionar cómo se ha podido llegar a una sitiuación así.

El planeta hierve por una crisis financiera internacional que asusta a los poderosos y aterra a los menesterosos, después de asistir con expectación a una cumbre, la de las sillas, que aún no sabemos muy bien para qué demonios sirvió. Desde luego, no para arreglar nada. 

En España, el partido que gobierna, el Socialista, ha inyectado una cantidad obscena del dinero que hemos pagado todos los españoles, al sistema bancario; entidades que, sólo en los primeros nueve meses del año (y con crisis incluida) han ganado la bonita cifra de 20.000 millones de euros. Sólo Caja de Madrid ha tenido un beneficio de más de medio billón (con b) de pesetas. Las familias, en cambio, empiezan a dejar las llaves de sus casas en las sucursales bancarias porque no pueden pagar las astronómicas cuotas de la hipoteca. Un panorama espectacular.

En Grecia, la muerte accidental de un chico de 15 años ha provocado un clima de violencia urbana incontenible que ha provocado gravísimos altercados en las calles de Atenas, donde ha habido muchísimos daños materiales, llegándose incluso en el día de ayer a atentar contra un ministerio del Gobierno. En España, algunas réplicas de esos actos vandálicos han llevado a la detención y posterior encarcelamiento de varios individuos.

La crisis económica, como venimos comentando en estos editoriales, tiene un peligroso reflejo en la sociedad porque lo que en realidad vivimos es una crisis de identidad, una crisis moral. Desorientación existencial de una generación engatusada con los bienes materiales para que no se haga preguntas sobre el sentido de su vida, sobre sus creencias, sobre su fe. Lo que estamos viendo ahora no es más que la punta del iceberg; lo gordo viene detrás.

Domingo, 14 de diciembre de 2008.