Editorial. 6 de mayo.
Patxi López ya es lehendakari. Se ha acabado el tiempo de las conjeturas en torno a lo que se puede o no hacer. La unión de los “constitucionalistas” no es una garantía de cambio pero ha sido el argumento utilizado por las dos grandes fuerzas nacionales para provocar un golpe de timón, al menos, en los votantes del País Vasco. A estos se les ha hecho ver que con el poder en manos de PSOE y PP, las cosas serían diferentes, que se acababa la deriva nacionalista, que se le paraban los pies al secesionismo. Ahora toca poner en marcha medidas que reviertan el camino trazado por el nacionalismo y devuelvan la normalidad a unas instituciones marcadas por el juego seguido fuera de la ley, el que imponía ETA con sus bombas y seguía a cierta distancia, pero pisando donde aquellos pisaban, el mundo separatista.
En el intrincado mundo del lenguaje político las cosas nunca son lo que parecen. Las campañas no ofrecen más visos de ser ciertas que los espectaculares trucos de un mago sobre el escenario. Pero la credulidad de los votantes obliga. López, y cuanto hay detrás de él, está obligado a hacernos creer que otro modelo autonómico es posible, aunque no sea más que porque en campaña empeñaron sus créditos en ello. Tiene ante sus narices la posibilidad de invertir el rumbo de la historia de los últimos años, o la de catapultar a la justificación al que suceda a Ibarreche en el PNV. La oportunidad es clara: o demostrarnos que es capaz de alejar con su política a la sociedad vasca de esa estupidez antológica de la autodeterminación y el referéndum, o convencernos de que el sistema político actual es incapaz de solventar los problemas que genera y sepultarnos en la indolencia y la resignación de pensar que todo está perdido y que nadie ni nada tiene voluntad de cambio, por más afónico que se quede gritándolo en campaña.
Es mucho el camino que hay que retroceder, muchas las reformas. La ventaja de hacer el camino de la mano del PP es que incluso podría albergarse la esperanza de que se tomasen algunas medidas en pro del bien común de todos los españoles y no buscando parcelas de poder autonómico, opuestas y enfrentadas al gobierno central. Puestos a soñar, lo haríamos con una devolución al Estado de las competencias que nunca debieron salir de sus manos, aquellas que un día, para pactar, fueron ofrecidas como moneda de cambio a los señores de las armas por PP y por PSOE. Puestos a soñar, soñaríamos con un proceso en España similar al que se da en países más democráticos que el nuestro y en el que los cantones y landers entregan al Estado competencias, buscando, así, la fortaleza y unidad en un proyecto común con trascendencia histórica. Nada de malo hay en soñar. El problema es que conocemos bien a los protagonistas de nuestro sueño y se nos hace imposible no desconfiar de sus verdaderas intenciones.