Editorial: "El orgullo del Tercer Mundo"
Habría que preguntarse cómo la civilización que llegó a convencerles de los principios que heroicamente hoy defienden ha podido convertirse en evangelizadora de otros, muy distintos, diametralmente opuestos. Habría que darles respuesta, mejor, a por qué el hombre blanco, el hombre bueno que les traía prosperidad y dignidad, les quiere imponer ahora, de manera terca, que maten a sus hijos, que empiecen a verlo como bueno, como la forma de salir de su miseria. ¿A caso no eran los hijos el bien de los padres, de la sociedad y de la patria?
Produce envidia ver a estos pequeños e ignorantes países aferrarse en las dificultades a sus creencias. Pero, por si alguien pudiera pensar que están en minoría, que son el reducto del catolicismo retrógrado, del que son incapaces de escapar precisamente por la ignorancia en los que la Iglesia les sumió durante siglos, habrá que advertir que, también en esa mitad del tercer mundo en la que se reza a Alá, sólo las víboras se comen a sus crías.
Desde este Occidente liberal y tolerante, subidos en el pedestal de la sacrosanta democracia en la que, por arte de magia, hemos conseguido que lo que está mal, si muchos lo acogen, pase a ser bueno, desde el que se mira todo con desdén y autosuficiencia, seguimos estando muy necesitados de ese orgullo del Tercer Mundo.