Editorial: "En Alemania se dimite"
Nuestros respetos al señor Michael Glos, a quien no tenemos el gusto de conocer, pero seguro que es alguien con quien se puede compartir un café. Porque en los tiempos que corren y con la que está cayendo, tener la humildad, la gallardía, la honradez y la serenidad de presentar la dimisión como ministro de economía alemán, aunque sea por razón de su edad, es algo digno de encomio. Sobre todo por lo insólito e inaudito, por lo extraordinario. Hoy en día nadie dimite, la dimisión parece el último refugio de los cobardes, de los mediocres, algo así como el cementerio de los elefantes a los que nadie quiere ni siquiera enterrar.
Y es una lástima, porque no debería ser así. La dimisión es, posiblemente, el acto más noble que puede protagonizar un político en toda su vida. Dimitir no significa darse por vencido, ni es ninguna inmolación pública. Tampoco es una inculpación penal. Quien dimite se sitúa por encima de la coyuntura política, es un vuelo ligero sobre los acontecimientos, situarse en el plano moral de las cosas, y por tanto, siempre ennoblece y dignifica. Entre alguien que dimite y alguien que es cesado hay un abismo en el que el primero puede quedar limpio para posibles segundas partes.
En España, por ejemplo, no dimite ni Blas. Durante los gobiernos de Felipe González, los periódicos (entonces sólo de papel) pedían en sus editoriales y columnas la dimisión de este o aquel ministro, e incluso del propio Jefe del Ejecutivo cuando había un escándalo lo bastante importante como para ello. Y es cierto que nunca hubo muchas dimisiones, pero sí alguna. Hoy, por mucho más de lo que entonces sucedía en España, no hay el menor atisbo de dimisión, ni la más remota posibilidad de que algún ministro dimita, haga lo que haga y diga lo que diga. Y lo que es aún peor: ya no se escriben editoriales ni columnas pidiendo dimisiones en el Gobierno.
Cuando un alto cargo presenta su renuncia, se produce inmediatamente un efecto narcoléptico, es como la anestesia del escándalo, y además de producir por lo general un descanso salubre en el dimitido, despierta la ilusión y el ánimo en los ciudadanos, que ven cómo igual que se accede al poder de forma más o menos caprichosa, también en un momento dado se puede caer uno del poder. Cuando pasa lo que ahora, cuando los gobernados ven que una vez alcanzada la poltrona sólo las urnas devuelven al político a su casa (y no siempre), el efecto es devastador, porque se llega a la lógica conclusión de que no se gobierna para la obtención del bien común, sino para el propio aprovechamiento.
Mr. Glos debería ser el espejo en el que se mirase Solbes, por ejemplo, y Bibiana, y Malenie, y el fantasma de Garmendia, y el inefable Pepiño. Pero no caerá esa breva, no. El ministro alemán de economía será, más que probablemente, un prestigioso economista que llega a la política después de haber demostrado en la empresa privada su inteligencia, su honradez y su capacidad de trabajo. En España, el político de agarra con uñas y dientes al escaño, que es su salvavidas, su fuente principal (que no única) de ingresos, su único futuro posible. Es la diferencia entre dedicarse al noble arte de la política, y ser un parásito del pueblo que te mantiene con sus impuestos.
Domingo, 8 de febrero de 2009.