A Ricard y a Oriol, por la edad que tienen, les correpondería ya estar tirando del carro del país, como seguramente hicieron sus padres y (seguro) sus abuelos. Tendrían que estar estudiando inglés como locos, viajando por el mundo para saber cómo son otras gentes, conectándose a internet en los aeropuertos para ver las cotizaciones de la Bolsa de Nueva York, cerrando entrevistas al más alto nivel para ser útiles a sus empresas. Pero no.
Porque a Ricard y a Oriol, una noche que se fueron de farra y se bebieron hasta el agua de los floreros, no se les ocurrió mejor cosa que quemar viva a una pobre señora que, al contrario que ellos, no tenía una casa donde dormir, ni una cena que cenar, ni un pijama que ponerse, ni un desodorante pijo que echarse, ni una ducha a la que acudir para mitigar el frío corporal. La señora (porque el ser señor/a es independiente del nivel de renta que se tenga) tenía que dormir en un cajero.
Y esa noche, en lugar de entrar al cajero una persona normal a sacar dinero, entraron estos dos salvajes, Ricard y Oriol, con otro amiguito menor de edad que también le había dado al agua de Escocia de mala manera. Y como estaban con la risa floja y no tenían gana de acostarse (es lo que tiene levantarse tarde y no pegar ni palo durante todo el día), le pegaron fuego a la pobre mujer, que falleció entre horrorosos dolores pocos minutos después de la heroica acción.
Ayer comenzó el juicio contra ellos, y lo que más tristeza da no es escucharles contar el relato de los hechos, que ya era conocido, sino comprobar que, a pesar del paso de los años, no han conseguido abandonar la niñez y entrar en la hombría. Siguen siendo tres niñatos cobardones, acongojados por un horizonte penal más que oscuro, e incapaces de dar una sola señal de dignidad personal, de integridad, de humanidad.
Los tres se dedicaron a inventar excusas que nadie puede creerse, a echarse las culpas los unos a los otros en una muestra de cobardía e indecencia que espanta, y en resumen, a intentar que les caiga la menor pena posible. Lo de menos es la víctima, muerta y enterrada, y por supuesto olvidada porque, al fin y al cabo, no era más que una indigente vieja y miserable sin una casa a la que acudir por las noches. Sin un euro que gastarse en copazos los sábados. Sin un móvil de última generación, como los nuestros, para fardar delante de los colegas.
Multipliquen a estos tres por x, y tendrán la radiografía perfecta de una parte sustancial de toda una generación. Mejor, recemos.
Miércoles, 22 de Octubre de 2008.