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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

Para el cristiano, «mundo» tiene tres significados

El «otro» mundo

José J. Escandell. «Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar», Francisco, Homilía en la Santa Misa de imposición del Palio  y entrega del Anillo del Pescador en el solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 19 de marzo de 2013.

Para el cristiano, «mundo» tiene tres significados, uno positivo, uno negativo y otro. «Mundo» en su sentido negativo origina el calificativo «mundano». Es el mundo como lugar del mal y de la condenación, de los siete pecados capitales, es la Ciudad de los Hombres erigida contra Dios. Es toda atadura que aleja al hombre de Dios. Es la esclavitud de los vicios frente a la libertad de la virtud. Es el conjunto vociferante del populacho cobarde que grita contra Cristo aquellos furiosos «¡Crucifícalo, crucifícalo!», así como la sinuosa seducción del confortable imperio de los sentidos. El mundo de cuya maldad avisa de continuo la tradición cristiana, desde los Evangelios hasta los escritores espirituales de todos los tiempos.

Hay también «los cielos nuevos y la nueva tierra» (Apoc. XXI, 1). Ese mundo para el que se nos abre el apetito con aquel sugestivo «lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman» (Cor. II, 9). El mundo no fue hecho para la destrucción, sino para la transformación, una vez curadas las heridas que nuestro pecado le produce. Tal cosa se nos promete en el Nuevo Mundo cuyo rey es Cristo. Hay una cierta inclinación a imaginar que ese mundo futuro será un paraíso en el que cada cual tendrá a su disposición la suma de todos los placeres. Esta imagen adolece de un esencial desenfoque, quizás resultado de contaminación del concepto negativo del mundo. El Nuevo Mundo no está constituido por el conjunto de las satisfacciones mundanas depuradas de pecaminosidad; el Nuevo Mundo es el de la permanente y constante visión embargante de Dios.

Luego está el «otro» mundo, el tercero, que se ha quedado sin nombre propio. En efecto, entre aquellos dos mundos hay otro, el que se tensa entre la condenación y la salvación. Se trata precisamente del lugar en el que se dirime el triunfo de uno de los dos, el bueno o el malo. Es el barco que navega entre Escila y Caribdis. Consiste en el encuentro temporal, actualmente en curso, entre la creación, la libertad del hombre y la gracia divina. Se trata de un mundo en marchay espectante, que no es aún ni negativo ni positivo, pero que desembocará necesariamente en uno de esos dos polos.

Es misión del cristiano hacer que este mundo en marcha arribe al Nuevo Mundo.Todos los cristianos tenemos una tarea «mundana», que corresponde primaria y directamente a los laicos o seglares. Lo cual tiene su importancia, justo porque los laicos no constituimos un grupo de mando en la Iglesia, y porque este puesto del laicado implica, de paso, que lo crucial de la presencia cristiana en el mundo no es lo que hagan, o dejen de hacer, obispos, curas, monjas o sacristanes. Este partido lo jugamos los laicos, apoyados desde los banquillos por todos los demás cristianos. El sentido del mundo, positivo o negativo, depende de la vida concreta y singular de los laicos. Podrá haber empresas apostólicas que refuercen la presencia cristiana en el mundo, o consejos, orientaciones y directrices de la Jerarquía; en cualquier caso, el núcleo esencial e indispensable delesfuerzo por llevar todas las cosas a Cristo estriba en la actividad de los laicos cristianos. Incluso dentro de una institución apostólica, la clave del éxito está en cómo, cada cristiano que en ella trabaja, orienta sus actos hacia uno u otro mundo. La gran tarea por construir el mundo resulta de la suma de los millones de las vidas de los laicos. La madre que se ha quejado del peso de la maternidad acaba de traicionar su misión. El empresario que ha aprovechado la ocasión para pagar menos a sus empleados, se ha pasado al enemigo. El político que ha transigido en los principios morales y ha negociado con ellos, incluso aunque cuente con la bendición del obispo, ha puesto un ladrillo más en la Ciudad de los Hombres. En todos los casos, se construye o se destruye el mundo.

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No todos tienen clara la existencia de estos tres mundos y es posible tergiversar el sentido de este «otro» mundo por confundirlo con alguno de los otros dos. Cabe, en efecto, el error de pensar que lo único importante es el Nuevo Mundo y que ocuparse de este mundo es, en el mejor de los casos, una distracción y, en el peor, una concesión al mundo del pecado. Esta deformación de la perspectiva cristiana es un «sobrenaturalismo» incapaz de percibir elvalor de «este» mundo en el que vivimos. Lo considera en realidad, de una manera más o menos directa, como pura «mundanidad» opuesta a la salvación. Esta manera de vivir el cristianismo es una huída. Se huye a la capilla y a la sacristía, se huye al monasterio, a la pura piedad y a la ensoñación mística, a la mera guitarrita y al sentimentalismo espiritualoide. Se ve el mundo como algo ajeno y se lo abandona en manos de los otros. En el fondo, se pierde pie y se desfigura la realidad misma del cristiano, discípulo de un Dios que, sin dejar de serlo, es del todo y perfectamente un hombre, es decir, un ser del mundo.

En el extremo contrario –y los extremos se tocan–, hay un «mundanismo» que quiere construir ya en este mundo el Nuevo Mundo. En este punto se encuentran tanto el progresismo cristiano marxista como el liberalismo económico mal bautizado; hay, por así decir, mundanismo de pobres y de ricos. El de quienes no soportan el mal en el mundo y, alzando su ira contra todo, se proponen enmendar el reinado de Cristo, al que consideran demasiado liberal,transformándolo en un reino revolucionario, igualitario y socialista.También es de esta clase el mundo de quienes se sienten tan confortables en medio de las cosas de este mundo que no quisieran abandonarlo nunca.Piensan que la vida está hecha para disfrutar y, si es posible, ir algún domingo a misa. Los que tienen su conciencia tranquila porque, con los beneficios de sus empresas, obtenidos según las puras reglas del mercado, han creado una fundación que se preocupa de los pobres en África (y de paso se ahorran impuestos). Sean del signo que sean, estos cristianos son los materialistas, que ven el cristianismo como una ideología cuyo horizonte lo constituye, principalmente, la vida en este mundo.

Se dice que «en el medio está la virtud». En el medio está el centro y, la virtud, sólo a veces. Pues el ser humano tiene una rara habilidad para encontrar los tres pies al gato y hacer virtudes a su gusto y medida. Hay una modalidad de falsa virtud que consiste más bien en una combinación de los dos desequilibrados extremos, como si lo bueno se obtuviera con la suma de dos males opuestos. Un vivir el mundo en el que es posible ser mundano y, a la vez, mantener un sólido discurso sobrenatural. Es el caso del cristianismo que, precisamente por ello, bien puede llamarse «de centro». Se adorna de unas formas espirituales y sobrenaturalistas, maneja con soltura el lenguaje de lo religioso y se diría que es piadoso, aunque la entraña que con esas apariencias se viste es un rotundo afecto por el éxito y la aprobación de los hombres.
Este mundanismo de centro en realidad combina, suma y realza los defectos de los otros dos extremos. En este se nota especalísimamente que el verdadero mundo que se tiende entre el cielo y el infierno, entre la Ciudad de Dios y la de los Hombres, el «otro» mundo, ese en el que vivimos como «in via», tiene un signo esencial y característico, para ser cristiano: es la Cruz.