El comodín de la llamada
David Martín. 23 de mayo. Ha vuelto. Antena-3 ha recuperado uno de los mejores concursos de la televisión. “¿Quién quiere ser millonario?” resurge de las cenizas del olvido televisivo y lo hace con nuevo presentador. Carlos Sobera y su movimiento de ceja son pasado. Ahora el encargado de crear la incertidumbre de si la respuesta es correcta o no, es Antonio Garrido, cuya penetrante mirada te hace dudar hasta de si dos y dos suman cuatro. Este concurso, visto con gran éxito en medio mundo, puede gustar más o menos, incluso habrá gente que lo aborrezca, pero no se puede negar que sirve para aprender y en estos tiempos se agradece.
En esta nueva etapa han cambiado cosas, pero la esencia es la misma de siempre. Diez valientes contestan a una pregunta y salen a concursar según la rapidez en indicar la respuesta correcta. Una vez en el centro del plató, el concursante, sentado frente al presentador, en una silla que en ocasiones debe quemar más que las hogueras de San Juan, intenta contestar acertadamente nuevas cuestiones cada una de las cuales tiene un premio económico. Quien conteste acertadamente a doce ganará la nada despreciable cantidad de un millón de euros. Suena bien, pero contestar siete ya es meritorio. El concursante tiene tres comodines y el público presente en el plató, la llamada telefónica a un conocido, y ver reducido el número de respuestas probables en un 50% son las ayudas que tiene para lograr la proeza. Parece fácil, pero no lo es. Si uno no sabe, si no es poco menos que una enciclopedia andante, más vale que se quede en casa o, desde luego, que se olvide del premio mayor. Lo del oro parece, plata no es, aquí no tiene cabida. Ya era hora de premiar el conocimiento y no las payasadas. Aquí el que no exprime al máximo toda su sabiduría tiene poco que llevarse al bolsillo.
El presentador intenta que el concursante dude de sus respuestas. Cuando llegan las preguntas que reportan cantidades nada desdeñables, Garrido acecha con su mirada y pregunta y repregunta hasta crear un estado de nerviosismo en el concursante, que ya no sabe ni cómo se llama. Nervios en el jugador y tedio en el espectador, cansado de esperar a saber si el participante llena la saca o se le pone cara de tonto. Es el defecto principal del concurso, pero debe ser así porque si le quitamos este mareo de perdiz, como las interminables pausas entre la respuesta y la verificación de la misma, ya no estaríamos escribiendo sobre “¿Quién quiere ser millonario?”. El éxito reside en saber el limite para que el participante no entre en histeria, y quienes están en casa no cambien el canal. Garrido no lo tiene fácil y de momento, por los datos de audiencia, parece que lo segundo no lo está consiguiendo.
Hay concursantes valientes que arriesgan al máximo aunque regresen a su casa con lo puesto; los hay temerosos, que a las primeras de cambio prefieren coger lo conseguido por poco que sea y no arriesgar; están también los desconfiados, quienes prefieren no decir entre qué respuestas dudan por si el comodín del 50% oye y les deja igual que sin gastarlo, o aquellos concursantes que sin tener la más remota idea de lo que se está preguntando se fían de sus pálpitos para decantarse por una de las posibles respuestas. Eso sí, el mejor momento es el de la llamada. Figurarse al amigo, novio, o familiar de turno del concursante delante del ordenador con la página de google abierta, esperando a ser llamado tiene su gracia. Máxime cuando, al ser un programa grabado, no se sabe si el conocido siquiera está concursando. Claro, que como el interlocutor no entienda la pregunta pasa como a Pascual, el primer concursante, que recibió como respuesta, desde el otro lado del teléfono, La Rioja cuando tenía que adivinar qué ciudad portuguesa dio su nombre al país entero por su influencia. Es Lo que tiene confundir el término hombre por el de nombre. A veces, más que comodín parece un castigo.